Las declaraciones de Pablo Iglesias comparando a los exiliados republicanos y Carles Puigdemont han producido un enorme escándalo, pero quizá merezcan un análisis pausado. Lo aconsejan las furiosas respuestas de unos y los fervientes aplausos de otros. Uno de estos, José Antich, ha calificado esta entrevista como el «gesto más importante de uno de los actores principales de la política española desde los hechos de octubre de 2017». Conviene entender la entrevista en sí y el motivo por el que Antich le concede tanta importancia. 

Iglesias considera a Puigdemont un exiliado, un estatuto que no parece cuadrarle. Un exiliado individual es algo raro. Alguien que deja el país por una actuación de la que debería dar cuanta ante un tribunal convencional, que habría de juzgar con garantías y defensa técnica, no debe considerarse un exiliado. El estatuto de exiliado responde a una condición que podría afectar a un colectivo indefinido, victima de persecución política, en razón de ideas y valores que se profesan en conciencia. Estos se convierten en la conducta perseguible, aunque no generen otros actos. Exiliados y perseguidos por ideas son siempre grupos, y no tiene sentido perseguir a un singular por su propia idea, pues sería más bien el caso de un loco. Para el exilio, los actos de opinión y de expresión son los relevantes, no los administrativos, regulados por una ley positiva.

Desde este punto de vista, la comparación de Puigdemont con Juan Carlos de Borbón es pertinente, aunque no presente una plena analogía. Ambos impiden la acción de la justicia respecto a actuaciones propias presuntamente irregulares, previstas por la ley con diferentes tipos penales y que deberían juzgar tribunales normales. Uno sencillamente huye a Europa para no ser juzgado, y otro rechaza permitir una investigación sobre su patrimonio y sobre su comportamiento durante el tiempo en que ostentó la máxima magistratura española. Las excusas de ambos son parecidas. Puigdemont dice que no huye de la justicia, sino que se entrega a la justicia europea. Eso no es cierto. La justicia europea no puede juzgarlo por su conducta en España, y solo podría intervenir tras un juicio en España. Juan Carlos de Borbón dice que no huye de la justicia, pero utiliza de forma indebida un estatuto de inviolabilidad que solo concierne a los actos de Estado y decide marchar a los Emiratos Árabes, confesando el modelo de monarquía con el que se siente identificado, cuando creímos durante cuarenta años que se vinculaba a la monarquía constitucional.

Pero Iglesias tenía razón al marcar las diferencias entre estos dos personajes, siempre bajo la presunción de inocencia. En uno, el motivo de su actuación es económico; en otro, llevar sus ideas políticas al extremo de violar la ley. Iglesias reconoce con acierto que esa conducta ha de tener consecuencias jurídicas. Por tanto, es verdad que la consideración moral de los dos casos es diferente. Violar la ley por razones políticas y por convicciones que vinculan en conciencia puede tener una cierta dignidad, de la que carecería alguien que hubiese usado tarjetas ‘black’, violado las leyes fiscales del país o utilizado el poder para enriquecerse. 

Ahora bien, en cualquier texto de ciencia política, ya desde Thoreau, se sabe que el activismo político puede llevar a la desobediencia civil y a violar la ley. Pero Puigdemont no cumple la plena dignidad de esta actuación. Quien actúa desde la desobediencia civil es consciente de la vigencia de la ley a la que se opone, aunque la considere injusta; acepta su violación y lo hace por la voluntad de cambiar la ley, pero asume las consecuencias jurídicas derivadas de sus actos, con la idea de simbolizar por las penas que arrostra su grado de compromiso con la nueva legislación que desea establecer. Los que han ejercido la conducta prototípica de la desobediencia civil han sido Oriol Junqueras y sus compañeros, que han mostrado su sentido republicano al someterse a una ley que consideran injusta pero que cumplen en atención al respeto que les merece la ley que un día será justa. 

Puigdemont no ha hecho eso. Desprecia la ley que considera injusta pero se coloca ya en la ficción de que hay otra ley vigente, aunque no es así. Invocando otra ley que no existe, se instala en una tierra de nadie que, de ser generalizada, llevaría al caos. Si Iglesias hubiera mantenido esta línea argumental habría cumplido con una de las obligaciones de un líder político, impulsar una pedagogía adecuada frente a los prejuicios de buena parte de la población. Pero no tuvo reflejos para darse cuenta de que el entrevistador le tendía una trampa. Entonces le preguntó por otra comparación, la de Puigdemont y los exiliados republicanos. 

Aquí toda su expresión denota una cierta ambivalencia. Dice hablar claramente, pero se ve obligado a mantener dos veces la cláusula de «creo», y luego, como si no hubiera oído la pregunta, vuelve a la comparación con Juan Carlos I, sin explorar el sentido de la comparación con los republicanos, de la que no dice una palabra. Así que no creo que haya dos preguntas y dos respuestas, como dice Antich. Hay dos preguntas y la misma respuesta. 

Por supuesto, no creo que se pueda comparar a Puigdemont con los republicanos exiliados. Como he dicho, Puigdemont no me parece un exiliado. Iglesias hace bien al defender que el independentismo catalán no es un grupo de criminales, y claro que ahí juegan razones políticas. ¿Pero por qué es tan relevante para Antich esta entrevista? Creo que porque avala un relato, a saber: que la misma España que mandó al exilio a cientos de miles de republicanos, manda al exilio a Puigdemont. Sería esa España que hace de la violación de los derechos nacionales de Cataluña su razón de ser, su destino existencial, la que mantiene la continuación entre Franco, la guerra civil, la criminal represión y esta democracia. Pero que un republicano como Iglesias sea vicepresidente hace más bien inviable el argumento y el relato. Los que impugnan la legitimidad de Iglesias en el Gobierno, casi rozan este argumento desde el otro lado.

Así que lo que me parece censurable de la conducta de Iglesias es no haber tenido reflejos para detectar el giro en la pregunta y haber caído en la trampa. Y luego, no haber aprovechado la corrección de la posición para aclarar sus verdaderas creencias sobre el particular que importa, su actitud hacia la ley vigente. Dejar las cosas a mitad genera inquietud en buena parte de su electorado, que desea saber si cree de verdad que la ciudadanía española actúa hoy de la misma manera que Franco con los exiliados republicanos, como sugería la pregunta.