Viernes festivo en la gran ciudad. El día anterior entró en vigor el decreto de cierre de toda la hostelería en territorio valenciano. Hay que poner freno a la propagación del virus. Desde luego. Pero son muchas las familias que viven de la hostelería. Este es un país de camareros, que dirían Josep Pla o Joan Fuster.

La gran ciudad ha amanecido casi desierta. Como casi todos los festivos, pero esta vez mucho más solitaria. Parece un domingo agosteño si no fuera por el fresquito, aunque haya salido el sol. Hay algún que otro vecino paseando al perro y poco más: está abierto el kiosco de prensa y el colmado del frutero paquistaní. Calle arriba hay un horno sirviendo pan matutino. Ha vuelto la masa madre y no tardaremos en asistir a la revolución de las harinas y los trigales.

Un día como el del viernes queda clara la estrecha relación de los bares y restaurantes con la ciudad. De hecho, constituyen un elemento primordial, si no el que más, en la construcción del imaginario social de la ciudad. Más allá de las cifras de su aportación al PIB y al empleo que generan. También son focos turísticos, captan al visitante, al extranjero, como en las películas del Oeste cuando los vaqueros a caballo se detienen delante del ‘saloon’ y es allí donde comienzan la visita a la ciudad.

El bar, y el restaurante cada vez más en estos tiempos de eclosión de la gastronomía, representan el espacio estructurante de la vida social en estas latitudes, pero ya lo eran las tabernas en épocas imperiales como relatan casi todas las novelas picarescas españolas. Recuerden, también, las recientes campañas de una cervecera multinacional reivindicando el bar como epicentro de la nación. Las cerveceras, de hecho, se habían convertido en entidades financieras de los bares, tal era la confianza que depositaban en el sector de la tapa y el café.

Antaño fueron el mercado, las caballerizas y más tarde los garajes y las cocheras, la parroquia, el cine de barrio, el lavadero del pueblo, incluso la piscina pública, el campo de fútbol… ninguno de estos lugares puede competir recientemente con el bar o con el restaurante en cuanto a socialización cotidiana. Desde luego, ningún equipamiento cultural como teatros, auditorios o bibliotecas pueden siquiera soñar con ello en nuestro país.

La ciudad parecía muerta, abandonada tras declararse extinguidas las vetas en las minas, después de la fiebre del oro. Pero no, lo que se había extinguido eran los bares. Luego, hacia el mediodía, se ven persianas a media altura y un cierto movimiento de mochilas, paquetería y motocicletas… El sector trata de sobrevivir movilizando a sus clientes a través de las redes sociales, aguantando el tipo y el producto de las neveras gracias al ‘take away’ y el ‘delivery’. Pizzas y hamburguesas, pero también paellas y calamares… todo cabe en el reparto. Cada día somos más amazon. Y netflix.

El sector está angustiado y decepcionado. Si van a recibir ayudas, lo desconocen. A nadie parece importarles su opinión o que estén mostrando su inmenso cabreo por internet y la telefonía móvil. WhatsApp echa humo. Puede que no haya más remedio que tomar la medida del cierre radical, pero habría que haberlo hecho con más sensibilidad y con ofertas compensatorias en la otra mano. Solo se movilizan algunos ayuntamientos recortando impuestos y tasas, o algunos bancos, como el IVF valenciano, que ha puesto líneas de crédito bonificado para no dejar sin solvencia a la hostelería y el turismo. Para cuando cambie el modelo económico, dicen, todos calvos.

El primer confinamiento se reflotó políticamente gracias al ‘invento’ de los ERTE. Se salvaron los empleos y se dio oxígeno a las empresas amortiguando el gasto del capítulo uno. Lo mismo ocurrió con las ayudas de las mutualidades a los autónomos, que concluyen este mes. Pero el sostén para la hostelería está por llegar o por convertirse en realidad más allá de la retórica con la que los políticos se dirigen a la prensa. Ximo Puig lo ha confiado todo a diversas apariciones en medios públicos. Supongo que sus asesores de comunicación pisarán tierra y le convendrán que la televisión clásica a lo À Punt ya resulta irrelevante.

Libramos la Navidad para el comercio al precio de hibernar la hostelería en las rebajas. Justo cuando la restauración se había puesto a tirar del carro del país. Porque no ha habido un cambio de costumbres, de mejora científica y de desarrollo estético entre españoles como lo que estaba suponiendo el apogeo de la cocina española actual. Y tal es su empuje que contribuía a la modernización de la agricultura, al retorno a los cultivos perdidos o al desarrollo de una nueva enología y elayotecnia, el conocimiento que estudia la elaboración del aceite.

No hace muchas semanas que Quique Dacosta fue galardonado con el premio nacional de las Artes. Nuestro pastelero Paco Torreblanca, junto a Ferran Adrià, es ‘honoris causa’ de la Politécnica. Salvador Pla ha sido declarado el mejor panadero del mundo. Ricard Camarena acaba de protagonizar junto a Carmen Banyuls un largometraje documental… La cocina se ha elevado al rango de estudios universitarios… Todo ello da cuenta de la excelencia del sector. Esto ya no es el simple ‘saloon’ de los vaqueros, el bar del casino. Se trata de una gran cultura que arrastra multitud de empresas y economías. Y por eso, merecía un trato mejor, más empatía y un atrevido plan de salvación nacional.