La escuela es el reflejo más primario que despertamos al pensar en la educación. Viene a nuestro imaginario como el lugar por el que todos y todas pasamos en el intento por forjar los valores y conocimientos necesarios para perpetuar aquellos aspectos de nuestra sociedad que deben mantenerse y contribuir a corregir las deficiencias que aún arrastramos. Esto ha supuesto un debate central en la sociología de la educación entre quienes planteaban que la educación reproduce, en algún modo, las desigualdades sociales existentes (Althuser, Bourdieu-Passeron, Baudelor-Establet...) y quienes argumentan que la educación debe conllevar a forjar un pensamiento crítico que justo lleve a reducir las desigualdades sociales (Habermas, Bernstein, Willis, Giroux...).

Lo que sí cuenta con un amplio consenso es que la educación no puede reducirse a transmitir conocimientos en un aula. Debe ir mucho más allá.

Permitidnos una breve reflexión: ¿Cómo os sentiríais si vuestro hijo o hija no tuviera ganas de ir al colegio? ¿Qué pensaríais? Probablemente, lo vincularíais a un problema asociado al trato adecuado de los y las docentes o a una falta de relaciones saludables con sus compañeros y compañeras o, quizás, que los contenidos no se ajustan a sus intereses.

¿Y si, por el contrario, viérais cómo vuestro hijo o hija va feliz a su colegio? Nos atrevemos a firmar que lo vincularíais a un adecuado ambiente en clase, una buena relación con sus compañeros y compañeras y una motivación adecuada para mantener el interés.

Entendemos que no es necesario preguntar qué opción preferimos.

Esta reflexión es, sin embargo, necesaria. Constituye un avance porque nos obliga a situarnos entre dos puntos de vista y acercará el necesario ejercicio de empatía y análisis que debe marcar cualquier apuesta educativa. Y es que hoy, en el Día Internacional de la Educación, queremos resaltar la importancia de trabajar por una educación integral, centrada no sólo en aspectos curriculares, sino atendiendo también al ámbito emocional y a las necesidades de todo el alumnado. 

Para que la asimilación de contenidos sea efectiva y funcional es imprescindible atender al estado anímico del alumnado. Un o una estudiante que no es feliz en la escuela, que no encuentra una motivación emocional en el proceso educacional, no aprenderá lo que se le enseñe. Por mucha innovación pedagógica que introduzcamos, por muchos contenidos variados que preparemos, la perspectiva emocional es una condición necesaria para cualquier progreso. Y aquí cobra una gran importancia la función del profesorado y la confianza que tenga sobre las posibilidades y expectativas del alumnado para desarrollar así, al máximo, sus capacidades. Cuando el profesorado se enfrenta a un aula diversa debe hacerlo con la confianza, en sí mismo y en su alumnado, de la capacidad de formar personas que contribuyan a superar sus barreras y que colaboren en la superación de las barreras de sus compañeros y compañeras.

Sin embargo, el cambio en la perspectiva del docente debe ir acompañado por el empuje de la escuela en la búsqueda de nuevas herramientas y metodologías que den pie a generar el clima emocional adecuado para cada alumno y alumna. La inclusión, ese valor tan repetido en normativas, recomendaciones y discursos, reside justo en el análisis de las necesidades, no solo curriculares, sino emocionales, de justamente quienes parten de una situación desigual.

La sociedad está en constante cambio y en las aulas estamos formando a futuras generaciones que se enfrentarán a nuevos retos y nuevas formas de vida. Por ello, la educación debe autoevaluarse, hacerse un examen crítico y certero que ayude a identificar las necesidades actuales. No podemos limitarnos a ir poniendo parches y debemos apostar por la formulación integral que precise el punto en el que nos encontramos y encamine la meta que queremos alcanzar. La experiencia vivida en esta pandemia nos ha demostrado que es momento de parar, reflexionar, planificar y actuar.

La educación es el momento clave para crear futuro. Construir una sociedad de personas solidarias, resilientes, fuertes ante las adversidades y preparadas para una vida llena de retos. Es responsabilidad de todos y todas, contribuir a enseñar cuáles son sus riquezas y la importancia que tiene la educación, tanto emocional como académica, para desenvolverse con éxito en los distintos ámbitos de la vida.

Únicamente de este modo se convertirán en ciudadanos y ciudadanas críticas que contribuirán a una sociedad mejor. Y es que, como dijo Aristóteles: «Educar la mente sin educar el corazón no es educar en absoluto».