Mi madre acaba de abandonar al gato que ha estado habitando desde hace años. Mi gato vuelve a ser un gato y ella ha recuperado todo su volumen, el color y la tranquilidad. Cuando falleció, me quedé con su gato porque nadie más quiso ocuparse del animal. Y al principio me atormenté, porque al mismo tiempo que las costumbres felinas me traían recuerdos, me angustiaba notar en ellas la ausencia. Ustedes me entienden. Una persona de la calle, de esas que elaboran paquetitos de sentido común, me diría ahora: «Sólo dependía de ti incorporarte normalmente a la vida». Como si fuera sencillo. Como si fuera suficiente. Cuántas bonitas razones, de esas tan inútiles que salen en las bolsitas de azúcar de las cafeterías, se nos exponen para tranquilizarnos: «Come, duerme, no te dejes llevar por el decaimiento, piensa en vivir». La vida oculta muchas eventualidades y entre dos números escritos en un calendario, cuando no hay una interrogación, hay un abismo. Lo que en realidad uno escucha al otro decir es: «Estás loco por sentirte desgraciado». Y los consejos, tan prácticos para los negocios, cuando tratan de la manera en que cada uno entendemos la vida, son nefastos para quien los da e inútiles para quien los recibe. Esto me lo contó La Bruyère, claro. El caso es que mi madre está bien, ahora que estoy yo bien. El gato, pobre, no tiene nada que ver con el asunto. Nunca había estado tan gato como lo está ahora.

Del sufrimiento de los demás sabemos muy poco. Lo que vemos en las noticias de los diarios está encapsulado en una foto y un par de frases que apenas reflejan unos hechos aparentemente razonables. Pocas veces podemos escuchar la voz interior que inflama los corazones ajenos. Hay quien guarda dentro esa voz muda, para quien sepa leer en los labios cerrados, y quien deja abiertos sus cajones y a la vista sus mensajes para que los demás la conozcan demasiado.

Nos han acostumbrado para afrontar nuestras realidades de la manera más contraria y a la vez más similar al hedonismo. Similar, porque coincide con la búsqueda de una vida feliz mediante los placeres, la ausencia de turbación y amistades. Contraria, porque las enseñanzas de Epicuro dicen que esa búsqueda debe ser inteligente. En España hemos hecho de la inteligencia un artículo de lujo despreciable sin tener en cuenta que la inteligencia, el corazón, los sentidos, deben ser tenidos como objetos de uso corriente para que uno pueda ser feliz. No sorprende que un presentador de variedades, programado para explicar que todo le importa un bledo, dijera esta semana a un concursante que su chiste era «tan malo que es bueno» como ocurrencia, revalidando el diploma de la mediocridad inmisericorde en la que tanto agrada verse el público reflejado.

Ahora que los nuevos jinetes del Apocalipsis que acompañan a la muerte son la pandemia, el despido y el político que vive en un mundo paralelo, los sufridores no podemos ser todo felices con restricciones. Si nadie que aún crea en el epifenómeno de la Movida o haya estudiado la ESO tiene nociones de estoicismo, aún menos tendrá idea de lo que fue el neoestoicismo que bien defendió Quevedo, aun sin abandonar su afición a las morcillas asadas. No es muy complicado entender que haya cosas que dependen de nosotros y cosas que no dependen de nosotros. Y que las que dependen de nosotros nos hacen libres y las que no, esclavos. Que hay que esforzarse por elegir bien y esta norma es el fundamento de una vida libre, tranquila y feliz.

Otra cosa es que en plena crisis haya gente, incluso menores, que dediquen su tiempo a equivocarse entre el razonamiento y la felicidad compulsiva y esto les lleve a abusar en grupo de una chica llevándola con fingimiento a un sótano. Llámenme reaccionario si creo que los padres hacen sacrificios por nosotros y que nosotros debemos mostrarnos agradecidos por ello. Y ay de los hijos que no aman a sus padres ni a sus gatos, porque a su vez no serán amados por sus hijos y la estirpe de ingratitud se prolongará al infinito. Razonamiento consagrado por todas las escuelas, no desde el tiempo en que la enseñanza se hizo obligatoria para el pueblo, sino desde cuando las maravillas del saber estaban reservadas únicamente a las clases dirigentes. Aunque estas fueron enseñadas por sacerdotes que, por el placer de la música, castraban a algún muchacho, sepultaban a las jóvenes en un convento o circuncidaban o practicaban la ablación para diferenciar claramente placer de procreación.

Quizá sea el momento de crear otro estoicismo, libre de las culpas y los pecados de la carne que poco significan hoy en día, para que nos ayude a soportar estos tiempos de una manera lógica e inteligente, pero como no nos lo envíen masivamente por Amazon con su vial adecuado para vacunarnos de tanta idiotez no lo vamos a tener para la semana que viene, que es precisamente cuando nos hacía falta. Otro siglo será, paciencia.