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Elizabeth López Caballero

Nega(can)cionistas

El pasado 27 de diciembre se comenzó a vacunar contra la COVID-19 y durante esa mañana me llegaron demasiados memes sobre la vacunación. En uno de ellos observabas a dos ratones. Uno le preguntaba al otro si se pondría la vacuna, a lo que el segundo roedor le contestaba que no, ya que aún no habían terminado las pruebas en humanos. Yo no le vi la gracia, perdónenme ustedes la falta de humor, pero llevo sin poder abrazar a mis alumnos desde que empezó el colegio o frenándolos cuando –emocionados y enralados– se olvidan de las normas y se te enganchan a la cintura.

La noche de Navidad tampoco abracé a mi madre, porque una amiga de una amiga de una compañera de trabajo había estado en contacto con un positivo y, aunque la cadena de infección se me antojaba lejana, el sentido común me alertó del peligro. Al igual que tengo muy presentes los cincuenta mil muertos que, según el Gobierno, nos ha dejado el virus para demostrarnos que sí, que es real. Los nuevos contagios no hacen más que susurrarme al oído que nadie está a salvo y que mañana puedo ser yo otra víctima de este puñetero bicho que ha venido a darnos un baño de solidaridad, aunque los hay que parecen impermeables. Hasta ahora había intentado ser bastante neutral. No entrar en polémicas. Respetar a los negacionistas como pedía que se me respetara a mí, “aceptacionista” acérrima. Pero el pasado domingo, estos nega(can)cionistas me hartaron.

No sé de dónde parte su incredulidad, si de no haberse contagiado, de no haber perdido a un ser querido o de la mismísima ignorancia. Entre los nega(can)cionistas y los “conspiranoicos” que creen que el virus es obra del Gobierno para reducir la sobrepoblación, sobre todo, entre los ancianos y, de este modo, dejar de pagarles la jubilación. Que las medidas sanitarias son para privarnos de libertades y la vacuna para introducirnos un chip con el que controlarnos (como si desde el momento en el que nos registramos en una red social no estuviésemos más que controlados) me agotaron la paciencia, perdí las formas y me puse a canalizar la mala leche como único sé hacerlo: escribiendo. Esto no va a terminar si no arrimamos el hombro, creamos o no en el virus. El confinamiento nos enseñó –o debió haberlo hecho– que juntos somos más fuertes y capaces de parar una pandemia que por el mes de marzo se cobrara novecientas vidas a diario. Pero, la memoria es selectiva y, cuando las cosas parecen mejorar un poco, nos volvemos igual de egoístas que antes del estado de alarma. Ojalá el 2021 no nos deje un sentimiento de Día de la marmota y nos veamos a las ocho de la tarde para aplaudir desde los balcones. Y si esto ocurriese, ya no es culpa del virus ni de la nueva cepa, sino de los nega(can)cionistas y de los “conspiranoicos”. Esos son el verdadero virus.

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