Lo que está ocurriendo en la Comunidad Valenciana con el fútbol base explica, a las mil maravillas, el desamparo que sentimos los ciudadanos de a pie, durante esta pandemia, con respecto a la gestión de nuestras autoridades. Es una metáfora muy lograda de las improvisaciones, las arbitrariedades y los caprichos con que se actúa, sin que haya más motivos, la mayor parte de las veces, que la decisión de brocha gorda, el café para todos de las prohibiciones.

Al poco de comenzar la temporada 2020-2021, en un alarde de incomprensión absoluta del fenómeno, la Generalitat decidió prohibir el acceso de padres a los entrenamientos y partidos, en lugar de adoptar medidas para que se realizara de manera ordenada y saludable. Los campos de fútbol son ámbitos, por lo común, con gradas y espacio suficiente como para que los escasos padres que van a los entrenamientos y partidos del fútbol base lo hagan manteniendo entre ellos decenas de metros de seguridad. Se trata, además, de una actividad al aire libre, en donde se ha demostrado que resultan improbables los contagios, si se respetan las recomendaciones sanitarias. (Según el Ministerio de Sanidad, en la práctica deportiva al aire libre se han producido menos del 0,34 % de los contagios.)

Las consecuencias de aquella absurda medida fueron las siguientes: como los padres debían seguir llevando a sus hijos a los partidos y entrenamientos, porque son menores, se veían obligados a amontonarse en los bares cercanos, o tentados a encaramarse a las vallas de los polideportivos municipales para seguir el desarrollo de los partidos. (Ya sé que algunos linces objetan que nadie obliga en verdad a ninguna de las dos cosas, y sé que todas esas almas caritativas preferirían que los padres se quedasen en la calle, pasando frío o bajo la lluvia, para fortalecer la solidez de sus argumentos.) Mientras eso ocurría en los campos del fútbol base, se permitían todas las demás actividades de interior -algo necesario-, con algunas restricciones.

Al cabo de un mes, viendo lo que sucedía semana tras semana en los campos de la Comunidad, la Generalitat autorizó la entrada de dos padres por jugador, con lo que la sensatez quedó restablecida.

Ahora bien, desde el pasado 5 de enero, la Generalitat -y la Federación Valenciana de Fútbol se ha sumado a ello como muestra de solidaridad ¡?- ha suspendido otra vez hasta el 31 de enero las competiciones (aunque sólo de ámbito territorial, las ligas juveniles y amateurs de ámbito nacional se siguen jugando, porque el COVID 19, según parece, sí sabe discriminar entre unos jugadores y otros).

Salvador Gomar, presidente de la FFCV, hizo unas extrañas declaraciones hace unos días, sugiriendo que si la situación sanitaria no mejoraba antes del 25 (¿¡seis días antes de que acabe el plazo de las últimas medidas de la Generalitat!!) podría suspenderse la competición. No “aplazarse” hasta que mejoren las cosas: suspenderse. Con más de seis meses por delante para que se pueda seguir jugando. Con muchas soluciones para que la liga se termine.

En el fútbol base se concentra una energía moral como en muy pocas otras actividades cotidianas, una cantidad inmensurable de ilusión, alegría y bienestar para todos los implicados. La salud debe aspirar al buen vivir, y el buen vivir, para muchos niños, jóvenes y adultos, necesita la práctica de su deporte favorito: en este caso el fútbol. En tiempos tan difíciles y oscuros, se trataba de una de las pocas satisfacciones que nos estaban permitidas: ser felices viendo cómo son felices nuestros hijos.

No confío demasiado en la sensibilidad de la Generalitat Valenciana con respecto a este asunto, pero estoy convencido de que sería un enorme error (educativo, moral y sanitario) no permitir que se reanudaran las competiciones de fútbol base.