La presencia continua de cargos electos en la red social Twitter se ha convertido en una fuente inagotable de chascarrillos a partir de sus frecuentes patinazos. En muchas ocasiones, el patinazo no es tal, sino que es la tergiversación por parte del adversario el que lo hace pasar por tal; lo que no quiere decir que en otras ocasiones, más de las que quisiéramos, se trata de verdaderas y preocupantes, meteduras de pata. Estas situaciones generas tormentas, más cortas y ruidosas que las de verano, hasta que la siguiente polémica genera la siguiente dana en un vaso de agua.

Sin embargo, no todo lo que se ve en esa red social se puede reducir a un inocuo bochorno, a un momento pasajero de vergüenza ajena. En ocasiones, estas tormentas nos permiten vislumbrar la amenaza de cambio climático que amenaza nuestro sistema político y la convivencia en nuestra sociedad. En esta categoría encaja la respuesta que profirió la diputada de Vox Rocío de Meer a una tuit en el que Irene Montero, ministra de Igualdad, compartía un artículo de la periodista Cristina Fallarás: «Sacad vuestros ovarios de nuestros rosarios, cerdas». Más allá del pésimo gusto poético que mostró la diputada ultraderechista utilizando la rima consonante de ovario con rosario para contestar a la ministra, la evidencia de ese inquietante cambio de clima político y, por contagio, social es que se atreva a terminar su frase con la palabra «cerdas».

Es una muestra de una violencia verbal e ideológica atroz, sobre todo si tenemos en cuenta que ese insulto lo dirige una mujer a otras mujeres y que la primera, la que recurre a ese descarnado improperio, es cargo electo de un partido que bebe y actualiza lo más siniestro de nuestra historia. El insulto brutal se presenta como una aparente reacción defensiva a una ofensa a sus creencias. Sin embargo, ver en esos insultos simplemente visceralidad, la reacción violenta de una fe agraviada, sería caer en la trampa que esa misma violencia verbal e ideológica quiera imponer.

No se puede ignorar que las personas que dirigen e impulsan la formación de esa diputada tienen fortísimas afinidades, ideológicas y biográficas, con tradiciones políticas que han hecho del odio y la enemistad la manera de tratar con quienes no piensan como ellos, con quienes no viven como ellos, con quienes no disfrutan de sus privilegios. Una de las herramientas de esa política de la enemistad es la animalización del otro. Al animalizar al adversario, al enemigo político, se le niega su condición humana y de esa forma su validez como sujeto político. Los fascismos, históricos y presentes, han animalizado a grupos que pretendían denigrar. Grupos sociales enteros, etnias y comunidades han sido asociados a ratas, a simios, a bestias de carga por aquellos que pretendían perpetuar su dominio sobre ellos.

Que a unas mujeres, feministas, las pretendan reducir a la condición de «cerda» no es algo nuevo, pero sí una señal de un terrorífico retroceso. Es un retorno terrible de la historia, porque así fueron llamadas las víctimas de la represión franquista, represión que niega el partido a que pertenece esa diputada. Así fueron tratadas las mujeres republicanas, víctimas de la violencia política, simbólica y sexual a la que fueron sometidas por aquellas hordas de las que ese mismo partido se considera heredero. La palabra «cerda» resonó en los oídos de las rapadas, de las que fueron forzadas a beber aceite de ricino, de aquellas cuyos cuerpos fueron abandonados tras la tapia de un cementerio. Un poder que se impuso mediante violencia y denigración a aquellas mujeres que trataron de reivindicar y hacer valer sus derechos, individuales y colectivos, como integrantes de pleno derecho de la sociedad. Los fascismos de toda índole han tenido las mujeres como blanco preferente de sus ataques, porque la lucha de las mujeres condensa la amenaza más poderosa al orden opresor que el fascismo viene a rescatar. Lamentablemente, como en este caso, siempre ha habido mujeres que han puesto por delante sus privilegios a sumarse a la lucha por la igualdad; siempre encontrarán alguna manera de eludir el compromiso con la causa de los derechos y colocarse del lado del opresor, en este caso la ofensa a sus sentimientos religiosos.

El teológo Juan José Tamayo, en su último libro ‘La internacional del odio’, que dedica a estudiar el fenómeno que denomina cristoneofascismo, recoge la afirmación de la pensadora feminista Mary Daly: «Si Dios es varón, entonces el varón es Dios». Siguiendo esa pista, podemos afirmar que mucha de la indignación por los supuestos ataques a sentimientos religiosos son la excusa que encubre la defensa de los poderes, el patriarcal uno de ellos, que estructuran y disciplinan nuestras sociedades, para los que el feminismo y la izquierda transformadora son la principal amenaza.