Hace unos días, una alta directiva española contaba cómo una intervención aparentemente desgraciada de uno de sus hijos menores durante una videoconferencia había contribuido a distender una discusión de trabajo. En pleno confinamiento, donde ya hemos aprendido que la conciliación es tarea titánica, el pequeño bárbaro no solo había aparecido en el despacho-no-despacho de su madre, sino que situándose frente al ordenador y quitándole la palabra, había exclamado: “Caca, culo, pis”. Al golpe bajo que la ejecutiva tradujo como se-me-cae-el-cielo-encima le siguió una estruendosa carcajada del resto de los participantes. Imagino que ella se sonrojó primero y rió con ellos después, llevándose a su angelote a otro lugar de la casa-escuela. Y al volver se encontró a todos sus contertulios muertos de risa y dispuestos a una negociación que hasta ese momento se adivinaba imposible.

Cuando lo escuché, recordé que también durante aquel primer confinamiento en el que unos decían que la pandemia y sus consecuencias nos harían mejores (lo que siempre he dudado), había leído unas declaraciones del escritor y consultor (para mí, un sabio) Álex Rovira, que me guardé para siempre. Hablaba de una palabra hasta entonces para mí ignota, pero que aparece en la RAE: longanimidad. Su definición: “la perseverancia y la constancia de ánimo en situaciones de adversidad”, algo así como la resiliencia, tan en boca de todos, pero mantenida durante el tiempo. Según explicaba, esta grandeza de alma, literal y etimológicamente, equivale a benignidad, clemencia, generosidad. Sin estas cualidades, es imposible generar empatía, o compartir. Y desde luego sin longanimidad se aborta el amor, el amor de verdad, con mayúsculas y sin reservas. De manera que el autor de La buena suerte explicaba que sin longanimidad no se logra la buena suerte colectiva.

Y no, no parece que la haya. No cuando hay quien se cuela no para pagar en la caja de los supermercados, sino en el puesto que le corresponde para vacunarse contra la COVID-19. No cuando hay quien se salta las restricciones solicitadas por los gobiernos para frenar en la medida de nuestras posibilidades la pandemia. Y no, no y no, en el momento en que la enfermedad divide a la población en buenos y malos, en ángeles y demonios, cuando ya sabemos que en todos nosotros habita el bien pero también el mal. Así, en lugar de vivir para dar, en lugar de entender los sacrificios a los que nos impele esta situación amarga, en vez de tirar de valores que crean valor, personal y social, resbalamos y juzgamos. El virus se aloja y esconde entre nosotros. Y es aterrador:

Por la dificultad de combatirlo.

Por el miedo que genera; tanto, que la angustia ya se conoce como la cuarta ola, la de los daños psicológicos que la enfermedad provoca en quienes temen contraerla y en aquellos que requieren la soledad u optan por ella por el temor a sufrirla, en los que van por la vida como si salieran de una película de miedo, sin mirar, sin hablar, sin tocar.

Por los abrazos rotos.

Por los besos robados.

Por los amores no consumados justamente debido al prejuicio de contraer un mal que como una ruleta rusa puede derivar en un pequeño catarro, en gripe ligera, en gripe pesada, en un gripazo o en una neumonía..., que no sabes cómo va a afectarte y, peor, cómo afectará, de contraerla, a quien la contagies. Lo duro de esta enfermedad es la creencia de que en esta guerra soldados, armas, bombas, ejército amigo y fuego enemigo somos nosotros mismos, todo en uno, sin solución de continuidad y sin distinción alguna..., pero como un mensaje oculto en un célula, como si fuera una galleta de la suerte... que no sabes cuál, la suerte, digo, será la tuya.

Así, con esos sesgos inconscientes de malignidad o de desconfianza, nos convertimos en villanos que aman sin amar, o sin demostrarlo, que a veces parece lo mismo. Pero también, tal vez por hastío, en desmemoriados que han olvidado cómo aplaudían a los sanitarios y ya no piensan en ellos y en el daño que se les inflige, sí, también a ellos y no solo a nuestros mayores, si no nos cuidamos. O en delatores que señalamos con el dedo a quien osa saltarse las normas. En pillos que las vulneran creyendo volverlas a su favor para encontrarlas en contra. O en jueces sin juicio. En especialistas de oídas (y no siempre finas), en ladrones de emociones, eso sí de guantes, si no blancos, transparentes, y siempre de carnaval, y no precisamente con máscaras venecianas.