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Alfons Garcia

Desnudo

Fake news. Shutterstock

El panorama político actual se asienta sobre el espejismo de considerar perpetuo el caos. Pero no es una condena bíblica. Este caldo de crispación y radicalidad ha ido hirviendo día a día hasta parecer la norma, pero no. Basta con apagar el fuego. O como mínimo bajar la llama a la expresión mínima para una convivencia digna, con diferencias y algo de picante si se quiere, pero donde los conceptos de lealtad, compromiso y cooperación dominen. El drama en las calles y los hospitales no tolera otra cosa: colaborar, entenderse y arrimar el hombro para salir vivos y sanos el mayor número posible. La obligación es de todos. No hay salvoconductos para la indecencia. No puede ser que los que gobiernan y gestionan se encierren en una jaula de cristal a tomar decisiones sin contar con los de al lado y los de enfrente. No puede ser que para los de enfrente todo esté invariablemente mal, incluso cuando lo decretado es lo que defendían hace unas semanas. No puede ser caer en la basura dialéctica: «mafia», «inútiles», «sinvergüenza». Esas grandes declaraciones que hemos oído durante los últimos días en el Parlamento valenciano. Es vergonzante como sociedad. Quienes caen tan bajo no pueden esperar ni exigir comportamientos ejemplares de una ciudadanía que vive la situación peor que ellos, que no han perdido grandes ingresos. No puede ser tampoco que encaremos la peor etapa de la pandemia con un gobierno formalmente unido, pero en el que conviven tres maneras diferentes de afrontar la crisis, y que son defendidas públicamente cada día para que todo el mundo sepa que si algo no sale bien será culpa del otro y así que cargue aquel con el lastre. No puede ser que en este momento el principal partido de la oposición decida enmontañarse y forzar las costuras de la realidad porque ha olido sangre y ya saliva ante el premio de la pandemia. No puede ser que todos saquen las calculadoras electorales ahora. Tírenlas al retrete o acabará la política allí. Quizá no pase. Casi nunca pasa. Pero no quiere decir que deje de merecerlo. Y a veces pasa, para regusto de populistas y otros saqueadores del orden institucional que jalean y multiplican a los más exacerbados. Basta mirar el Capitolio hace unas semanas. Basta mirar las revueltas en Países Bajos. Basta mirar, sus señorías, la democracia de baja intensidad que campa por naciones de la antigua Europa comunista. Basta entender el silencio sonriente de la extrema derecha: con una mano suaviza su imagen, con la otra persigue a periodistas y señala a inmigrantes.

¿Y ustedes qué, estarán pensando ya algunos? Sí. También. Los medios de comunicación no quedan ajenos a esta atmósfera ramplona y difícil de soportar. Debilitados por unas cuentas de resultados en estado crítico y en un proceso de adelgazamiento y fragmentación sin final a la vista, han perdido el respeto. Hemos dejado que nos pierdan el respeto. Cometemos demasiados errores, nos hemos dejado jirones de influencia y casi se ha convertido en consigna hablar del mensajero antes que de los actores. No son solo los ultras crecidos en las calles en protestas que utilizan como trampolín para insultar, empujar e intimidar. Alcaldes recién salidos de la cantera, altos cargos, concejales, jefes de gabinete o directores de comunicación se precian como si tal cosa de dar lecciones de periodismo zarandeando a golpe de wasap y utilizando la parte más vil, oscura y anónima de las redes sociales para denostar y (el verdadero objetivo) amedrentar. Una de las tristezas de estos años de gobiernos de alianzas de izquierdas ha sido descubrir la tentación autoritaria de algunos que pregonaban la libertad en camiseta hasta hace no tanto. No es general. Sería injusto. Pero tampoco es un caso particular. Hasta aquí. El respeto no va en la tarjeta del cargo. Y es de ida y vuelta. A la derecha de siempre y a la ultramontana ya la conocimos en el pasado. Hasta aquí. Ni un paso atrás. Nadie conoce el futuro, pero el pasado enseña que las consecuencias de esta sima entre política, prensa y ciudadanía pueden ser más nocivas a medio plazo que la tragedia de la pandemia.

Presento disculpas por este vómito de rabia. Es otro resultado de este tiempo marciano de desolación, tristeza, ansiedad y, también, esperanza. Tomo los sustantivos de la carta con la que el músico Josué Vergara hace llegar su último disco de piano, íntimo, personal e imperfecto como la naturaleza humana. «No pretendo nada, solo ha sido un medio egoísta de derramar mis sentimientos». Hago mía la frase. Desnudo (Naked) se llama. Así estamos hoy. Sin casi nada firme, pero sin miedo.

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