Vivimos una época paradójica. Por un lado, la ciencia ha demostrado de lo que es capaz, consiguiendo uno de su mayores éxitos al desarrollar una vacuna contra el coronavirus en un tiempo récord. Por otro, se han multiplicado las manifestaciones y opiniones de los anticiencia. Éstos niegan los beneficios de la vacuna y rechazan las evidencias obtenidas hasta ahora por la ciencia. Pero esto no es nuevo.

Hace años que escucho (incluso de personas con formación académica) que la medicina científica solo es la tapadera de oscuros intereses económicos de las farmacéuticas, o el instrumento de manipulación al servicio de políticos y poderosos. Contra esto, se refugian en alternativas pseudocientíficas. Con el único argumento del «a mí me funciona», recurren a la acupuntura, la homeopatía, el reiki, las constelaciones familiares o a piropear a una botella de agua para convertirla en medicina para el espíritu.

Otros creen que cada cual es culpable de sus propias enfermedades, sustituyen al médico por el curandero, defienden que el autismo se cura, que un compuesto de lejía es el nuevo supermedicamento. En definitiva, creencias muy perjudiciales para la salud.

El tema es grave. Los anticiencia abandonan el pensamiento racional y lo sustituyen por un pensamiento mágico-religioso. (¡A estas alturas de la historia!). Según ellos, la ciencia no persigue la verdad, sino otros intereses y, por tanto, la verdad se encuentra en otro sitio. La debemos encontrar por nosotros mismos, apoyándonos en los que realmente saben, sus profetas de la verdad, cuya crebilidad solo se sustenta en la fe ciega de sus seguidores. Los anticiencia se fían más de las opiniones expresadas con vehemencia que de las evidencias científicas. Prefieren lo subjetivo a lo intersubjetivo; prefieren la fe y las creencias, al conocimiento contrastado. Para ellos, el mundo responde a otro tipo de lógica: este se rige por fuerzas espirituales, por energías y procesos que permanecen ocultos a la mayoría de los mortales y solo accesibles a los profetas iluminados a los que veneran. Los anticiencia se mueven entre la magia, el mesianismo y la superstición. ¡En pleno siglo XXI!

Esta ola de descrédito del pensamiento racional se expande entre los más jóvenes. Mi alumnado expresa cada vez con mayor frecuencia opiniones contrarias a la evidencia científica, prejuicios y creencias irracionales que conectan con el pensamiento mágico-religioso: defensa de las pseudoterapias, creencias en energías espirituales, la ciencia bajo sospecha, etc. Entre el entorno familiar y los ‘influencers’-gurús, las ideas anticientíficas proliferan en las mentes de los adolescentes.

Afortunadamente contamos con la vacuna para luchar contra esta enfermedad: la escuela. Esta es la única herramienta eficaz que previene el contagio de ideas irracionales. Los jóvenes deben aprender que no es lo mismo opinión que conocimiento, que la evidencia científica debe prevalecer sobre cualquier creencia particular, que las ideas hay que argumentarlas, fundamentarlas, demostrarlas. La escuela debe luchar contra ideas irracionales o faltas de rigor científico. Y si no actuamos pronto, el pensamiento mágico-religioso se expandirá cual pandemia intelectual sin posibilidad de doblegar la curva.