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Agorafilia

Agorafilía

Los constantes confinamientos de este último año y las restricciones en nuestros hábitos sociales están dejándonos entender hasta qué punto necesitamos de un lugar donde volver y reposar, pero también del espacio abierto al que poder salir libre y comunicativamente.

Hay, podríamos decir, una agorafilia física y nerviosa, de naturaleza elemental pero no desdeñable. Es la más o menos imperiosa necesidad de salir y no estar recluido entre un techo y unas paredes. En estos casos se trata de sentimientos claustrofóbicos producto de reclusiones prolongadas o empeñadas en afanes intensos.

Pero hay otra agorafilia que es una inclinación más genuina y tira de nosotros con la fuerza de las necesidades elementales, pero con el apetito de las esenciales. Es también la necesidad de salir, pero no se trata de espacios naturales y agrestes. Es, más bien, el apetito de vida en común en lugares también comunes con otros muchos, próximos e íntimos algunos, pero también simplemente conocidos, vecinos e incluso desconocidos con los que coincidir en un asunto u otro.

Desenvolverse en una red de relaciones de las que uno forma parte significativamente es, en muchos sentidos, tanto como estar realmente vivo y experimentarlo. Seguramente forma parte de lo que querían señalar los clásicos cuando dijeron que el hombre es un ser sociable por naturaleza. Sin embargo, lo que expresó el pensamiento griego en su forma más célebre fue, literalmente, que el hombre era un «zoon politikón», un animal político, o, más libremente, un animal de la polis, de la clase de sociedad política que fueron las ciudades estado.

Para el mundo antiguo, la expresión «animal político» tiene, entre otros, el mismo significado que, por ejemplo, «animal acuático». Así como los peces fuera del agua no existen con la forma de vida del pez, tampoco fuera de la sociedad política existen hombres vivos, no al menos con la forma de vida del hombre. El paralelismo puede parecer extremo, pero, a mi juicio, es exacto para entender el mundo antiguo y guarda un secreto para comprender la libertad y las sociedades humanas.

Obviamente, los griegos no desconocían que muchos hombres, la mayoría en realidad, vivían en tribus fuera de ciudades organizadas políticamente. Pero no estimaban esas formas de vida que les parecían ocupadas en la consecución de lo necesario para la supervivencia, más o menos holgada. En cambio, tenían la ciudad como el espacio donde el hombre podía erguirse y dirigir la mirada al horizonte inmenso del desarrollo y perfeccionamiento de lo humano del hombre, sin quedar encerrado en las necesidades que nos confunden con los demás animales.

No deja de sorprender que ese horizonte inmenso se abriera precisamente en un espacio físico acotado por las murallas como era la ciudad y vuelto hacia el interior de un enclaustrado espacio abierto, el ágora, la plaza. Pero la sorpresa permite entender que se trataba de un espacio físico limitado en el que cabía toda la inmensidad de lo humano su ejercicio y discusión. Al otro lado de esos límites quedaba la vastedad de lo que estaba fuera de la «civitas» -por decirlo en latín-, y, por tanto, de lo cívico y civilizado.

Así que era el espacio delimitado de la ciudad y la vida en su interior lo que introducía en la ilimitada extensión de la perfección de lo humano. Desde esa perspectiva puede entenderse que siglos después el monacato medieval fuera, entre otras cosas, una reactualización de la agorafiliaclásica mediante una explícita claustrofilia. El amor a la vida enclaustrada era una forma intensa de amor a la libertad humana y su ejercicio, lo que para aquellos hombres significaba también dejar de mirar las necesidades humanas y volver los ojos hacia otro espacio interior en el que cabía todo: el alma humana en la cercana presencia de Dios. Los claustros monásticos son la arquitectura de esa espiritualidad que, junto con el civismo grecolatino, está en la ascendencia genealógica de la ciudadanía europea y occidental: ágora y claustro.

Esa síntesis se urbanizó con la fundación de las universidades, en cuyos claustros la preocupación por lo más universal tomaba la forma de vidas recluidas en el estudio y en esas ágoras sin orillas que son las bibliotecas. Si se piensa bien, el lector encerrado en los estrechos límites físicos del libro y su texto es una encarnación de ese impulso de amplitud logrado mediante cierta reclusión. Todo lo anterior tomó finalmente forma en los ideales modernos y su aspiración a una ciudadanía crítica e ilustrada.

En efecto, tampoco es posible una ciudadanía libre y participativa sin la elaboración interior y reflexiva de las propias convicciones, en constante contraste instructivo con las ajenas. Parecerá utópico, pero lo realmente iluso es creer que son posibles y efectivas las sociedades democráticas modernas sin ese ejercicio de discriminación crítica que se logra mediante la conversación, la lectura y la instrucción. Bien mirado, no se trata de un requisito oneroso, sino de una parte medular de todo aquello por lo que deberíamos preferir la democracia, es decir, por la libertad de pensar por uno mismo sin tolerar que la opinión acomodaticia se convierta en pasto obligado.

Cuando ese impulso decae la democracia se resiente inevitablemente. De hecho, la falta del hábito y el gusto por cultivar la propia opinión es la causa de este agobiante tribalismo que llamamos polarización, y que consiste en una ideologización sectaria de todos los espacios de la vida común. Y es que aquella tendencia a formar parte significativa de la red de relaciones cívicas abiertas, requiere de una elaboración interior de la que nuestras ciudadanías han dimitido. De ahí que la tribalización más agreste prolifere ahora en el interior de nuestras sociedades.

En el lector, como en el monje o en el ciudadano griego la agorafilia no es claustrofóbica y gusta de una soledad enriquecedora de la vida en común. La prueba la tiene el lector en sí mismo: si ha leído hasta aquí es, precisamente, porque le interesa la mejoría de la propia vida y de la común más que cualquier otro asunto de los que tiene a mano. Pero, entonces, seguramente coincidirá con el que escribe en que estas sociedades nuestras no marchan hacia donde debieran.

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