Azotados por las sucesivas oleadas del coronavirus, la crisis fabril –y ética– de las vacunas, los lunáticos titulares de los tabloides británicos y la escasa edificación de la retórica política presente –en especial la catalana y la madrileña– como sea que ya no tenemos al bocazas de Donald Trump para endilgarle los males del mundo, vuelvo a los clásicos griegos para tratar de encontrar algún asidero sobre la condición humana ante tantas tribulaciones.

No estuvieron exentos de emociones. Los atenienses –que son los griegos buenos tal como hemos decidido– vivieron con intensidad el siglo V antes de Cristo, algo más de media centuria a lo largo de la cual crearon un imperio naval, promovieron un sistema político que seguimos llamando democracia, se embarcaron en la terrible guerra del Peloponeso, padecieron una terrible peste que duró más de un lustro, se arruinaron económicamente, fueron invadidos y, finalmente, en el 404, exhaustos, se rindieron ante los temibles hoplitas espartanos.

Todo esto nos lo ha contado, entre otros, Tucídides, cuya descripción de la peste está considerado el primer gran relato médico de la historia. Hace de ello unos 2.500 años, época en la cual floreció la llamada tragedia griega, así como la sátira, vehículos literarios a través de los cuales se exponía la visión de la vida y se educaba a la ciudadanía en una cierta resignación, dado el dominio del azar sobre el destino de los hombres.

No obstante, los héroes y demás protagonistas griegos se rebelaban sin cesar contra la ruleta de la fortuna –motivo central de las creencias medievales, todavía–. Y hubo razonamientos, como el utopismo platónico, que presagiaron un gran futuro para la humanidad a través del dominio de la espiritualidad.

Contra las lecturas más o menos conocidas de ese espíritu helénico, construido entre otros por el pensamiento de filósofos alemanes como Schopenhauer y Nietzsche, conviene rescatar estos días el libro de la neoyorquina Martha Nussbaum (Craven de soltera, premio Príncipe de Asturias 2012), titulado ‘La fragilidad del bien’, dedicado precisamente a entender el mundo emocional griego.

Nussbaum ha teorizado mucho sobre las desigualdades promovidas a lo largo de la historia, tanto por cuestiones económicas como políticas y también de género e incluso de orientación sexual, mucho antes de que se pusiera de moda y nos invadiera un tsunami de exposiciones plásticas al respecto. En ‘La fragilidad del bien’ lo que nos dice es que el entramado cultural griego fue toda una construcción para que los griegos sobrellevaran su extrema vulnerabilidad.

Puede que toda la civilización humana, incluida la religión, busque precisamente eso, sobrellevar nuestra fragilidad. Y solo ahora, nosotros, hijos de la opulencia, estemos comprendiéndolo en medio de la pandemia. Veníamos de una larga paz augusta. Demasiado tiempo sin conflictos ni grandes tragedias, viviendo un mundo donde lo políticamente correcto, el bien, ha sido, al menos en teoría, hegemónico.

No es extraño que andemos desnortados. Para empezar no hay una comunicación eficaz ni constructiva, entre otras razones porque ya no se trata de divulgar, sino de contemporizar, habida cuenta de que los principios bioquímicos del nuevo virus se desconocen. Éramos semidioses en busca de la inmortalidad a través de la ciencia y la tecnología –según el vaticinio del best seller ‘Homo Deus’, de Yuval Hariri, el profesor de la Universidad de Jerusalén que a estas horas debe ya estar vacunado. Pero no ha sido así, lo que venimos padeciendo semeja una plaga bíblica de Egipto.

Ignorantes de asuntos tan básicos como las causas de los contagios, desinfectamos hasta los zapatos y desatamos críticas políticas de unos contra otros, de un extremo ideológico al siguiente confín, incluso competimos por países y territorios. En España, cabía esperarlo, nos enzarzamos en debates de campanario y padecimos unas largas ruedas de prensa con generales recordando los viejos tiempos de pomposidad militar y la falta de prosapia de los nuevos políticos. Hasta que decidieron dejar solo al epidemiólogo útil –o inútil, tanto da– de Fernando Simón, el denostado.

En poco más de lo que dura un embarazo, Portugal ha pasado de ser ejemplar a un desastre, y no digamos Ibiza. Empezamos todos encerrados y enseñando civismo a los niños desde los balcones hasta que un ‘spin doctor’ (el súper asesor de turno) se inventó lo de la «nueva normalidad». Construimos y deconstruimos nuevos hospitales de campaña. Demonizamos a los chinos mientras proliferaban los negacionismos. Hemos descreído de las vacunas y semanas después se ha resucitado el espíritu del estraperlo en torno a las primeras que han llegado.

Y nos hemos acordado de Unamuno y su «que inventen ellos», cuando descubrimos al fin que este es un país hospitalario que se gana la vida con sus camareros y que apenas da para cuatro investigadores de verdad y ninguna fábrica de vacunas, salvo si son veterinarias. Tal vez fuimos como atenienses, en el siglo XV y en el XVI, pero ahora padecemos una extrema fragilidad y culpamos siempre al gobierno como los italianos, pero como sea que gracias a las autonomías tenemos de todos los colores, acaba esto como en una de las buenas comedias del centenario Berlanga, nuestro último gran educador social.