El orden natural de la contabilidad (aunque se empeñen en llamarla economía) tenía previsto que la hostelería se mantendría en España hasta que los gastos generales y los impuestos no pudieran costearse con el precio de un servicio con el que los clientes pueden pasar, a veces, toda una velada. Pero ni la estadística, ni la metafísica, ni la política resuelven problemas: solamente nos invitan a vivirlos en otro nivel.

Ese sinfín de piezas que llamamos genéricamente el sector hostelero supo adaptarse a todo hasta ahora. Los céntricos y amplios cafés valencianos de principios de 1900 contaban con pianos, zócalos de caoba, artísticas vidrieras y decoraciones exóticas. Fueron los centros de reunión de la vida social y artística, refugios del frío de la calle, paraísos de novios de clase modesta y de tertulias. Por necesidades de la revolución industrial, muchos se transformaron en bancos pero otros revivieron como cafeterías modernas. Pero entonces existía una ética en el uso de estos establecimientos: la gente, aún teniendo dinero para ocupar hoteles lujosos y cenar en restaurantes de campanillas, se abstenía de hacerlo porque le parecía que no le correspondía a su clase.

Nuestra hora de comer se fue retrasando, quizá por separar la hora de la comida del señor de la del obrero que seguía comiendo a las doce. Las necesidades de muchos pluriempleados y las horas extras alteraron también la hora de la cena produciendo la necesidad intermedia de la merienda. Y esto ocurría porque las familias comían y cenaban juntas en una pieza habilitada únicamente para ello llamada comedor: el padre a un extremo de la mesa y la madre al otro, repartiendo regañinas y cariños según su psicología para que los niños, sentados a los lados por orden de aparición, se alimentaran como es debido.

El 17 de marzo de 1940, el Boletín Oficial del Estado publicó una orden que sigue vigente hoy en día; adaptar el horario de España al de Alemania para estar más en consonancia con los países del Eje. De manera que empezamos a comer una hora después del Ángelus. Con el desfase de un tiempo que se alarga, a las ciudades empiezan a llegar inventos de moda para los nuevos apetitos: el bocadillo de pan de molde que se llama ‘sandwich’, pero al que llamamos emparedado hasta que lo volvemos a llamar ‘sandwich’, el ‘croissant’ o bebidas invasoras como el Martini. El deseo de la novedad superaba con creces el sabor.

Una vez desaparecido el señor que ligó nuestras jornadas con las de Berlín, nos vimos en la necesidad de salir de la tradición para aprender por nuestra cuenta algo hasta entonces vedado que se llamaba coito. Aprovechando un vacío legal de horarios y nuestro ventajoso precio del alcohol -que sigue siendo el más barato de la Eurozona- se multiplicaron los establecimientos dedicados a la venta de combinados. De ahí surgen nuevos empresarios y nuevos planos sensoriales para los clientes. En los 80 se podía tomar de madrugada, en estado cataléptico y siendo de cualquier clase social, un café en algún bar próximo al Mercado Central, entre travestis y descargadores de camiones, después de salir de un antro ignominioso. Los que más sufrieron esta ilusoria cohesión social fueron los de la clase media, que se negaban a vivir como obreros aunque su economía se lo exigiera. Una falsa clase media con mucha estética, instruida a medias, compadecida a medias y a medias rebelde: la envidia como única manifestación de su rebeldía, como escribió Jacinto Benavente: la peor verdad sólo cuesta un gran disgusto. La mejor mentira cuesta muchos disgustos pequeños y, al final, un disgusto grande.

Nada parecía predecir entre este grandioso caos estable que algunos decidieran apostar por ganarse la confianza del cliente para ganar clientes. En afinar en el producto, innovar, ser rigurosamente impecables y más variados. Pero sospecho que esto se produce porque la hostelería atiende todos nuestros instintos básicos desatados por los que hemos sido siempre el asombro de otras culturas. Somos un país de sibaritas, de todas las escalas sociales. Un país en el que la fuerza del instinto, del sabor, del aroma, las texturas, las sensaciones, la plácida embriaguez y la necesidad de compañía pueden a la fuerza de razonar. Nos retrata la cara y el esfuerzo concentrados que un apasionado por el marisco pone en sacar los sabores más suculentos de la cabeza y las patas de los crustáceos y de otros frutos prohibidos. Quizá sea por eso que así como cuesta encontrar una calle donde no haya un bar en nuestras ciudades, tampoco encontramos muchas calles donde no haya una farmacia. Nuestra felicidad reside en ser gobernados por un tirano, pero por un tirano tan bueno e invencible como lo son nuestros apetitos.