El derecho de todos los españoles a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, contenido literalmente en la Constitución de 1978, que obliga a los poderes públicos a promover las condiciones necesarias para hacer efectivo este derecho, una vez más, se interpreta de manera errónea, cuando no omisiva por los poderes públicos, y en especial por el Gobierno central, de quien depende en buena parte el impulso de la normativa aplicable, junto con las comunidades autónomas. Efectivamente, se trata de un derecho esencial para la ciudadanía, cuyo incumplimiento por las administraciones públicas, provoca una flagrante negación de este derecho social relevante.

Ciertamente, en un Estado democrático socio-liberal como el nuestro, el asunto puede abordarse desde un punto de vista económico-desarrollista, como fundamentalmente se ha venido haciendo durante estos cuarenta años de democracia. Es decir, procurando elevar el nivel de vida de la población mediante la consecución de un trabajo suficientemente remunerado y sostenido, que permita a ésta, con sus propios ingresos, adquirir o alquilar la vivienda digna y adecuada de que habla la Constitución.

Este objetivo se ha logrado, con las capas de población medias (las altas no necesitan normalmente la atención del Estado en este asunto), pero ha fallado notoriamente, para una tercera parte de la ciudadanía, es decir, la menos cualificada, y con menores ingresos, cuando no de recursos casi nulos, o nulos, sin más; acuciada por el paro y por el trabajo precario. Para este sector hay que buscar una solución eficaz y desnuda de retórica electoralista, desde luego.

¿Qué hacer, pues? Por ejemplo, acudir a la vía de la adquisición de vivienda social “digna y adecuada” a que se refiere el texto constitucional a precios equitativos de mercado. O bien construir vivienda social por la administración pública, para facilitar a la población menos pudiente, una vivienda en alquiler a precio asequible o mediante cuotas para su adquisición, ajustadas a su nivel real de vida. O quizás, se podría financiar de manera eficiente una parte sustanciosa del alquiler con cargo a las arcas públicas, opción que parece ser por la que se han inclinado las autonomías, hasta ahora, con poco éxito, dicho sea de paso. Han podido paliar el problema, pero en absoluto eliminarlo.

En cualquier caso, lo que no cabe es desentenderse de esta enorme cuestión y cargarla directamente al resto de la ciudadanía por el hecho de disponer de alguna vivienda, normalmente conseguida a costa de grandes sacrificios durante una gran parte de su vida. Es lo que supone la actual e increíble tolerancia de los poderes públicos con la okupación de viviendas privadas. Actitud ésta que provoca una angustiosa inseguridad jurídica, y un claro deterioro de la convivencia ciudadana, que llega con frecuencia al enfrentamiento, especialmente en las comunidades de propietarios. Estamos ante otro atajo inaceptable, que ataca frontalmente otros dos derechos constitucionales, como son el de la inviolabilidad del domicilio y la propiedad privada, en un Estado de derecho como el nuestro.