Hubo una rebelión en Brasil, a finales del Imperio -del suyo- muy extraña. El episodio lo acabaron apadrinando, como a una criatura propia, los escritores del realismo mágico, aunque no sin cierta displicencia: tal vez pensaran que la vida les había arrebatado un material que estaba destinado a ser concebido por sus entrañas literarias. Brasil había aceptado el sistema métrico decimal en 1872 para homologarse al resto de países. Tres años después, el Gobierno mandó que se impusieran las nuevas reglas de medición en todo el territorio, de modo que los metros y los litros habían de reemplazar a la vara de cinco palmos, el cálculo de longitud medieval que sirvió durante siglos para las transacciones en el comercio. El cambio provocó la mayor sublevación violenta en muchísimos años. Turbas de campesinos entraban en las tiendas y destruían los nuevos pesos y medidas -las balanzas, los quilos, los metros- mientras daban vivas a la religión y proclamaban la muerte de los masones. Al igual que sucedió con el ludismo, aquel movimiento de los artesanos ingleses de principios del XIX contra las incipientes máquinas, los campesinos de Brasil se sentían amenazados por la modernización y, como carlistones con boina en la España del ochocientos, luchaban contra una época, la suya, que les arrastraba hacia el despeñadero social de la desventura. Pretendían detener el tiempo. A lo largo de la historia, muchos se han obcecado en ese mismo propósito. Es una pasión inútil combatir contra tamaño antagonista. El tiempo siempre gana. ¿Y no nos suena de algo la aspiración baldía de todos los quiebraquilos y ludistas de la historia? Algunos sectores ecologistas parecen surgidos de los intestinos del siglo XIV. Hay infinitas variedades de negacionistas del evolucionismo todavía, y hasta apóstatas del señor Oparin y del señor Pavlov. Existen sujetos marcados por la búsqueda de las más extravagantes teorías de la conspiración, grupos contrarios al desarrollo científico, personajes dispuestos a demostrar que el coronavirus lo han inventado los chinos o alguna recóndita secta malaya (quizás los persigan al igual que cazaban a los judíos en el siglo XIV acusándoles de portar la peste negra), dudosos humanos que atestiguan las mayores perversidades satánicas sobre las vacunas ya que contienen -dicen- una sustancia que nos robotiza. Una buena porción de estadounidenses piensa que hubo fraude en las elecciones de Trump sin pruebas que avalen el juicio, muchos otros están seguros de que el atentado de las Torres Gemelas lo inspiró el servicio secreto de EE UU o la CIA. ¿Nos sorprende que tomen la calle grupos opuestos al uso de las mascarillas pese a la unánime convención médica? ¿Nos desconcierta que la mitad de la España instruida en los bares quiera saber más que los microbiólogos o los expertos en salud pública? ¿Nos extraña que las oleadas del virus subyuguen a los gobernantes? Quiebraquilos les llamaron a los brasileños que combatían el sistema métrico decimal. Hay tantos entre nosotros que es mejor olvidarlos.

Editores/trueque

El periodismo vive una de las épocas más tristes de su historia. Y los periodistas, que son su voz y sus manos, no le van a la zaga. Dejemos ahora la irrupción de los nuevos fenómenos, el impacto de las redes sociales y la transformación comunicativa, y centrémonos en el esquema clásico, aquel que delinearon los Bennet, Pulitzer y Hearst. Los periodistas se han de debatir entre la parte del negocio y, digámoslo así, la parte estrictamente deontológica. Fue Marx el que dejó escrito que el mundo moderno era una gigantesca acumulación de mercancías, y señaló que una cosa es el valor y otra la utilidad del objeto. Somos mercancía. Lo es el medio de comunicación y lo somos nosotros. El periodismo subsiste desde sus orígenes porque hay una empresa detrás, y el periodista refuerza su autonomía y agranda su soberanía cuando los libros de cuentas del administrador funcionan bien. Si no es así, se desata el nerviosismo. Esa ecuación no ha de ocultar esta otra. El espacio del periodista es mayor cuando el editor actúa más como editor que como rígido empresario: cuando el editor aprecia su función social y su compromiso. Yo he tenido la fortuna de tener algún editor que creía más en la seducción de las letras que en los fríos balances, aún sabiendo, no seamos inocentes, que el balance siempre será la clave de bóveda, y o da positivo o se arma la tragedia. Aún así, como digo, hay editores liberales y un tanto letraheridos, cautivados por el oficio, y los hay que se expresan socialmente desde la coerción, cautivos de un falaz mercantilismo. Los periodistas que caen en el dominio de estos últimos están perdidos, pues la cuenta de resultados planea, como si se tratara de un embrujo, sobre el fondo de sus escritos. Es como si tiranizara su voluntad y la quebrara. Sus textos acaban envilecidos por la sombra de las veleidades orientadas por los de arriba. El resultado de todo ese tinglado último constituye una abyección miserable. La artería doblega a la razón. Hay editores a nuestro alrededor que pasarán a la historia, y pongo la mano en el fuego, como paradigmas del editor/trueque. O sea, que les da igual levantar una publicación solvente y limpia que vender vinos de Jerez a los zulúes.