La táctica no es nueva. Yo misma he recurrido a ella en infinidad de ocasiones desde que empecé a usarla en pleno tránsito por una adolescencia rebelde que a mí me tenía en una lucha sin cuartel contra las normas y a mis padres, los pobres, de los nervios. Que me habían fijado una hora para volver a casa y yo lo hacía dos después, pues, anticipándome a la reprimenda que me esperaba, antes de cruzar el umbral descomponía el gesto de felicidad que había lucido toda la tarde, fruncía el ceño y entraba despotricando por lo que fuera. El motivo no importaba. Era solo ruido. Pero así conseguía desviar la atención de mi madre, que era la que ejercía las funciones de vigilancia, el tiempo necesario para ponerme a salvo de su manu militari.
A esa adolescente que se enfurruñaba para ocultar sus incumplimientos me está recordando cada vez que abre la boca la vicepresidenta del Consell, Mónica Oltra. Ayer, sin ir más lejos, cuando la escuché muy enfadada culpando del reguero de muertes en las residencias de mayores a la «presión epidemiológica del entorno que hace que el virus que está fuera, entre». Ni un atisbo de asumir un ápice de responsabilidad por la gestión de unos centros que son de su competencia y en los que el índice de contagios y muertes es más que preocupante. Que las cifras son similares a otras zonas y que los mayores son los que más fallecen, vino a decir y se quedó tan pancha. Y eso sin contar su habilidad innata para generar titulares: que si cada día de pandemia es como si se cayera un avión, que si la pena por incumplir la nuevas normativas es la pena de muerte, que si los que van sin mascarillas deberían pasar un día entero en la UCI... Ruido, mucho ruido. Y ya lo canta Sabina: «Hubo tanto ruido que al final llegó el final».
