Desde hace meses, el balcón de su piso -una cuarta altura sin ascensor- es el lugar donde se alimenta la libertad de la señora Milagros. Los vecinos del segundo -jóvenes y amables- le preguntan cada día qué necesita y ella, con sus ochenta años a las espaldas, les responde la mayoría de las veces que no precisa nada; o bien, compungida por si la comanda resulta molesta, les recita una breve relación de productos. Casi siempre los mismos, en ocasiones algún medicamento. Los vecinos no le permiten que quiera restringir sus visitas a un par de días semanales. Quizás sería suficiente para tan modestas necesidades, pero el breve contacto diario les permite comprobar si la anciana se encuentra bien y cuál es su estado de ánimo.

La señora Milagros no ha bajado a la calle desde que se iniciara el primer confinamiento provocado por la pandemia. Tampoco es que, con anterioridad, sus piernas le permitieran dar grandes paseos, pero gustaba de pisar la calle para observar de cerca los pequeños cambios que alteraban la vida diaria, escudriñar los escaparates de los comercios, intercambiar saludos con los vecinos y conocer las novedades que los más cercanos le transmitían. Viuda y con un hijo viviendo al otro lado del Atlántico, poco más podía cosechar de un entorno al que el paso de los años había restado conocidos de su misma generación.

Ese breve espacio de intercambio social había enmudecido en el mes de marzo. Sólo el acceso al balcón le permitía respirar el mismo aire que los demás, sobrevolar sus vidas y movimientos, recoger el ocasional adiós de quien, por casualidad, elevaba la cabeza y descubría su rostro y el moño recogido que amagaba los estragos de un año sin peluquería. Desde aquel voladizo, templado por las mañanas y frío por las tardes, la señora Milagros había observado cómo el tráfico se reducía, las obras se paralizaban, los bares se marchitaban y el comercio -la mercería, el kiosco, la relojería- cerraban sus puertas.

Sentada en la mecedora de su modesta atalaya, la mengua de la realidad vivible le llevaba ahora a rescatar de su memoria la agitación que esa misma calle había conocido décadas atrás cuando, recién casada, ocupó aquella vivienda que, a partir de entonces, sería el barco de su nueva vida. El recuerdo de los pequeños talleres y negocios que saturaban los bajos de la calle. El olor de la madera nueva y del hierro forjado, combinados con el del pan recién horneado. El complicado baile que, en ocasiones, se organizaba entre los camiones y los carros arrastrados por recias mulas, unos y otros atentos al rapto de la preferencia viaria. Los niños del barrio, también su hijo, trasteando y organizando lo que igual podía ser un juego pacífico que pequeñas maldades, mientras engullían el bocadillo de la merienda.

Allí, sobre un suelo que todavía era una mezcla de tierra y adoquines amputados, se escenificaba el gran teatro del comercio ambulante. La vendedora de pescado, arrastrando un carrito en el que las sardinas se saludaban moviendo la cola, el repartidor de la arena empleada para fregar los utensilios de la cocina, el repartidor del hielo, auténtico flautista de Hamelín para los pequeños buscadores de esquirlas congeladas, el afilador, el colchonero, el lechero con sus vasijas, el buhonero, imprescindible para reparar cazuelas y ollas, el heladero, fiel a su cita veraniega, el carbonero que permitía alimentar los braseros… Figuras urbanas que completaban el paisaje del pregonero, el cartero, el barrendero y el sereno, algunos con aquellas gorras que denotaban autoridad, fijando la frontera entre lo permitido y lo perseguible. La señora Milagros se permitió una sonrisa: la calle había modelado innumerables historias. También de la suya.

Poco después, sonó el timbre de la puerta. La pareja del segundo se encontraba de nuevo en el rellano con su habitual sonrisa. La señora Milagros no respondió. Intercambiaron una mirada de preocupación. Disponían de la llave del piso. Abrieron. Hoy, el balcón de la señora Milagros se encuentra cerrado y así continuará hasta que regrese su hijo. Unas palomas se detienen sobre la reja. Han descubierto en el balcón su nuevo hogar y allí deciden acomodarse. Su arrullo se añade a la desmayada sinfonía de la calle. Sobrevuelan lo que la señora Milagros atesoró en su mirada. La vida sigue.