Para un científico o un divulgador resulta difícil explicar la importancia del concepto biodiversidad, así como la necesidad de adoptar medidas que eviten el terrible empobrecimiento de la variedad con la que se manifiesta la vida en el planeta. Hablamos de número de especies, de su variación genética y de cómo interaccionan todas estas formas de vida dentro de ecosistemas que deberían seguir siendo complejos. Naciones Unidas estima que más de un millón de especies animales y vegetales están amenazadas de extinción en el mundo y solo en los últimos años se han identificado 746 animales y 96 plantas que han desaparecido sin entregar sus secretos a la ciencia.

Hay científicos, no telepredicadores, que nos sitúan de pleno en un proceso de extinción masiva, el sexto, que nos podría privar en el plazo de unas décadas de entre un 60 y un 95 % de todas las especies que conocemos hoy. Hace millones de años, un asteroide impactó sobre la Tierra y provocó una de esas extinciones, la que se llevó por delante a los dinosaurios.

El proceso de extinción actual tiene un culpable más próximo y conocido, aunque igualmente devastador: la depredación humana sobre el planeta. Los cambios en el uso del suelo provocados por la deforestación, la urbanización, el sellado del suelo o los monocultivos de agricultura intensiva, sumados a la sobrepesca, la contaminación, el cambio climático o la expansión de las especies invasoras, juegan en contra de esa biodiversidad que Europa o Naciones Unidas quieren mantener a toda costa. El secretario general de la ONU, Antonio Guterres, lo dijo en la cumbre sobre biodiversidad celebrada el pasado mes de septiembre: los seres humanos somos parte de esa frágil red tejida por la biodiversidad y es nuestro desequilibrio con la naturaleza el responsable de la aparición de enfermedades mortales como el sida, el ébola y ahora el SARS-CoV-2, contra las cuales tenemos «poca o ninguna defensa».

A medida que seguimos invadiendo y destruyendo la naturaleza ponemos en peligro la salud humana. Una naturaleza viva y biodiversa actúa como una barrera que impide a las enfermedades como la provocada por el coronavirus y muchas de las zoonosis que están por llegar, pasar de animales a humanos. Sin embargo, incluso una vez traspasada esa barrera, como ha ocurrido con el SARS-CoV-2, la biodiversidad puede hacer todavía mucho por nuestra salud. La actualidad nos ha traído dos ejemplos próximos, de nombre enrevesado pero fáciles de entender y que explican la importancia de la biodiversidad: la plitidepsina y la cochilcina. La primera es un antiviral de la española Pharmamar desarrollado para combatir determinados tipos de cáncer y autorizado para su uso médico en Australia. Un estudio publicado en prestigiosa revista ‘Science’ atribuye a esta sustancia la facultad de impedir la multiplicación del virus en nuestro cuerpo y la de combatir la inflamación en las vías respiratorias, causa última de muchas de las muertes provocadas por el coronavirus. Lo llamativo es que la plitidepsina es un fármaco sintético que replica una sustancia natural producida por una ascidia del mar, un invertebrado hermafrodita que vive aquí al lado, en el mar Mediterráneo, anclado a las piedras o en los muelles, alimentándose del agua que filtra, y al que seguramente no le sienta nada bien, como le ocurre a las deliciosas tellinas, cada vez más escasas, la contaminación de sus aguas. De hecho, la ascidia salvadora podría ser una de esas 746 especies ya extinguidas y la humanidad habría perdido la oportunidad de hallar un remedio a la terrible enfermedad.

Un caso parecido es el de la cochilcina, un alcaloide presente en el azafrán silvestre o ‘safrà bord’ que se ha empleado históricamente y se utiliza todavía hoy como antiinflamatorio para combatir la dolorosa gota. Un estudio sugiere ahora que la humilde cochilcina, cuyo tratamiento mensual no supera los tres euros, reduce un 25 % los ingresos hospitalarios por covid y puede salvar también miles de vidas.

Son solo dos ejemplos de especies que podrían haber desaparecido, pero no los únicos. Quizá a partir de ahora no sonriamos con desdén cuando oigamos que no se construye una carretera para no destruir una planta amenazada o nos acerquemos con más respeto a la microrreserva que hay camino de nuestra playa en verano. Invertir en biodiversidad es, a las pruebas me remito, invertir en salud.