Opinión | A PIE DE PÁGINA
Gracia Vinagre
La vida en los bancos
Nuestra necesidad innata de relacionarnos y compartir con los demás parte de la vida encuentra la manera. Siempre la encuentra, porque no sabemos vivir de otro modo.
Paseando por la ciudad estos días he descubierto nuevos puntos de encuentro. De dos en dos, como establece la norma hoy, pero compartiendo un café, una cerveza o una conversación pendiente. Los bancos de la ciudad resucitan. Ya no solo son punto de descanso de los que caminan lentos porque los años de las prisas ya han pasado, ahora, en los bancos las edades se suceden y las historias hablan de muchas cosas.
Café para llevar y dos amigas que amortiguan el sonido de sus risas con sus mascarillas ocupan uno de los bancos; a unos metros más adelante, una madre y su hijo juegan con palabras mientras observan el ir y venir de la vida en la plaza; un abuelo ha encontrado el ángulo adecuado para recibir el sol en su justa medida, y a su lado su siempre compañera de vida; unos trabajadores comentan su día, sentados uno junto al otro con metro y medio de separación, mientras unos botes de cerveza ocupan la distancia de seguridad. Parece que faltan bancos, porque algunas personas caminan de dos en dos conversando y en círculo, mientras miran de reojo si hay uno libre para ponerse cómodos.
Las calles se convierten en bares improvisados. ¡Como nos cuesta cambiar nuestros hábitos de repente! Y sobre el capó de un coche, otras cervezas, nuevos amigos o compañeros, o compañeros que son amigos, acaban su jornada en una calle cualquiera, de una ciudad que ha cambiado el ritmo de su pulso. Del trabajo a casa siempre hay una distancia que recorrer y que disfrutar, si lo permite la situación. Y la situación lo permite, pero de dos en dos, lo suficiente para conectarnos con el otro, al que, irremediablemente, echamos de menos.
De dos en dos salimos a caminar, nos saludamos en un semáforo, los niños deben elegir a un solo amigo/a para jugar al pilla pilla. La vida se reduce cuando no se reduce el riesgo ni la enfermedad. Nuestra necesidad de socializar nos aprieta tanto como nuestro miedo. Nos estamos acostumbrando a mantener el equilibrio, sobre las cif ras, las obligaciones, los deseos y la prudencia. Las tecnologías nos brindan la oportunidad y agradecidos estamos. Pero mira, no solo de tecnología vive el hombre. Aunque sean pequeñas dosis de presencia física, la necesitamos como seres sociales que somos y de carácter mediterráneo. Nos adaptamos, claro, debemos adaptarnos y somos buenos en eso. Pero, de dos en dos seguimos buscándonos, porque es la rendija por la que se cuela nuestra única esperanza de encontrarnos.
La otra opción, la de no conectar, la de no buscar vida entre tanta muerte, nos va borrando poco a poco. Nos acecha la tristeza y nos encuentra. Si no conectamos, el latido se debilita. Y por otros motivos, nos vamos yendo de las ganas y de la fuerza. Nos dejamos engullir por el sofá, vence la inapetencia y los días son círculos repetidos. Y ya son muchos los días, demasiados como para rechazar el coincidir en números pares. Las historias si no se cuentan a los demás se olvidan y si se olvidan parece que nunca las hayamos vivido.
La ciudad tiene vida, tiene otra vida, sin duda, pero late. Los bancos son testigo de ello y si esos bancos nos contaran nos dirían que en cada historia hay mucha pena y alegría contenidas y que expresarlas ya es un paso para cuidarnos. Y en eso estamos, ¿no? En cuidarnos con la que está cayendo.
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