Hace treinta años que nos dejó la filósofa María Zambrano. El 6 de febrero de 1991 fallecía en Madrid después de regresar del largo exilio al que le condenó la contienda civil española. Durante años, su obra fue olvidada y tardó en recibir el reconocimiento que merecía. Una situación injusta debida en parte a que sus textos se leían como si solo fuera una mera discípula de José Ortega y Gasset. Sin embargo, su pensamiento es original y lleva sello propio. Casi al final de sus días, en 1981, fue distinguida con el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades y, en 1988, recibía el Premio Cervantes, convirtiéndose en la primera mujer que lo obtenía. Fue ella misma quien reivindicó desde sus inicios su «irrenunciable vocación filosófica» de pensar a través de un tipo de ‘logos’ que denominó razón poética y con el que se opuso al racionalismo europeo que había olvidado las profundidades y las entrañas del ser humano. En otras palabras, la filósofa se distanció de ese sujeto de la conciencia que accede al conocimiento sin atisbo alguno de su padecer; de ese sujeto que creía poder afrontar la desesperación y el naufragio en un «trance de lucidez teórica» como enseñaron Platón y Descartes. Nada había más equivocado para la filósofa, puesto que en el mismo naufragio va la vida y la presencia de la muerte acecha. Es más, de esa «melancolía funeraria» donde, como señaló Heráclito todo es y al mismo tiempo deja de ser, había que extraer la voluntad para amar y sentir la vida cada mañana, como sienten las hojas el rocío al amanecer, bajo la luz rosada de la aurora.

La casualidad ha querido que los homenajes que en este año conmemorativo se programen en su nombre, estén envueltos en el halo del dolor que ha provocado la covid-19. Un hecho que refuerza aún más la importancia de esos saberes del alma de los que María Zambrano habla y que le hicieron creer a Ortega y Gasset que la filósofa se había apartado de la senda razonable de la filosofía. Pero no era así, no había desvariado, seguía leal a la razón vital de su maestro con la que había cuestionado al idealismo kantiano, solo que ella proponía otro tipo de ‘logos’, otro tipo de razón que anidaba en la sombra. Apostaba por otros saberes que nacen de la inspiración, de la imaginación y de la ensoñación creativa y que moran en el interior del ser humano, en ese saber experiencial de un ser encarnado que sufre y padece. Pensaba que, al unir y relacionar la filosofía con la vida, había que considerar necesariamente aquella parte de la vida que no trata la ciencia. Y por este motivo, se interesó por lo concreto de la existencia humana allí donde, al vivir según la carne, hay más oscuridad que claridad.

La filósofa nos recuerda que hay algo en la vida que no puede captarse con una razón calculadora e impasible. Por ello, criticó que la cultura europea dejase de considerar al ser humano desde una visión integradora y total. Esa actitud limitadora provenía de reducir los asuntos de la psique a cuestiones específicas de la psicología científica que no dan cabida a los abismos insondables del corazón. Y esta evidencia es ahora, en plena pandemia, cuando se ha hecho más obvia y con ella la orfandad en la que estamos viviendo. Un desgarro que se intensifica por haberle dado la espalda a las humanidades y reducir la educación a meros fines instrumentales. Es ahora, en esta época de perplejidad y sufrimiento, cuando notamos más la ausencia de un saber que nos pueda servir de ayuda y nos hable como lo haría una carta amiga de la que se recibe apoyo cordial y aliento. En definitiva, un saber poético que no pretenda categorizar la realidad, en el que el pensamiento se muestre con la mínima abstracción y generalidad y el lenguaje de unidad y forma a la vida a través de imágenes, comparaciones y metáforas. De ahí que la filósofa oponga poema a sistema y preste atención a los géneros literarios como métodos experienciales de conocimiento. De ahí también, la importancia de transmitir a las generaciones futuras una educación literaria y artística que cree el hábito de la lectura y la pasión por la cultura en todas sus manifestaciones.

En medio de una potente industria del espectáculo que funciona como instrumento de distracción y cuyo único fin es ganar dinero, se necesita cada vez más una política educativa y cultural que se interese por la vida en común y nos enseñe a ponernos en el lugar de la otra persona. Al fin y al cabo, desarrollar la sensibilidad fortalece la empatía. Algo que tenía muy presente María Zambrano, que durante la guerra civil contribuyó a gestionar la Casa de la Cultura de València, donde hoy tiene su sede la diputación. La filósofa sabía bien que «pensar es antes que nada descifrar lo que se siente» y que había que dar prioridad a la sensibilidad, a las intuiciones perceptivas, memorísticas e imaginativas. Es ese tipo de pensar que, en su ir y venir, es capaz de bajar «a los ínferos del alma», el que hoy es el gran ausente y el que es preciso recuperar para volver a humanizar y sacralizar la existencia humana.