Opinión | plaza mayor
El relato
Hubo un tiempo en que lo que ahora llamamos relato se conoció como cuento y sus relatores, cuentacuentos. Embelesaban a las criaturas o llamaban la atención de los mayores según los temas tratados. El añorado Llorenç Giménez cautivó a unos y otros transmitiéndonos la cultura oral tan necesaria.
El relato tiene poco a ver con los hechos y con la historia. El objeto parece ser distraer la atención del público, con una diferencia respecto de los cuentacuentos tradicionales que solo pretendían entretener y a veces invocar a la reflexión. Ahora, el relato, el ‘storytelling’, ya tiene un significado más peligroso al menos para la salud democrática. De hecho, ha sustituido vocablos de amplia tradición como bulo por ‘alternative facts’ o ‘fake news’, que dotan de mayor empaque y verosimilitud en inglés.
Tienen en común que desprecian la realidad, por supuesto los hechos y cualquier intento de una explicación de éstos desde una perspectiva histórica. Por cierto, que este último término padece una banalización que reduce a escombros tanto trabajo y dedicación de los historiadores: todo se adjetiva de histórico, desde una nevada a un encuentro deportivo.
Lo evidente son los daños. El ejemplo de la anterior presidencia de Estados Unidos y, más cerca, el alud de invenciones a que nos quieren acostumbrar y que nos prodigan por redes sociales convenientemente amplificadas por medios más convencionales, televisiones o periódicos. Una vez constatada la falsedad, ninguno de estos medios se ocupa de aclararlo, que es otra de las consecuencias dañinas: difama que algo queda, deben decirse.
La velocidad de los nuevos medios de comunicación, la inmediatez de las imágenes, contribuye de manera eficaz a la difusión y penetración del hecho alternativo, de la noticia falsa. Además el tumulto de ‘informaciones’, como en algunas tiras del imprescindible Forges, garantiza la confusión entre los receptores.
Alguien puede objetar que a lo largo de la historia, la aceleración de ésta en el siglo XX y los nuevos medios de comunicación, la manipulación de los hechos, la difusión de bulos, formaba parte del arsenal de recursos en manos de las empresas (la publicidad como herramienta de incitación al consumo) o la propaganda reservada a la política. La distinción entre ambas resulta menos nítida en el primer tercio del siglo XXI al que nos encaminamos.
El uso de la radio primero, del cine después, y no digamos de la televisión, se encargaron de ambos mercados, el publicitario y el propagandístico. Los regímenes dictatoriales lo tuvieron claro desde la cuna: la repetición de los bulos, el trazo grueso, la denigración del adversario considerado enemigo, el desprecio por los hechos, por la realidad, todo ello sometido a los fines. Una mentira repetida acaba en verdad para numerosas gentes. Ejemplos del nazismo, o más cerca como el oro de Moscú. En ambos, el enemigo incluso derrotado reducido a la condición de subhumano, antiespañol en versión castiza, como han sugerido unos pensionistas a quienes hemos pagado carrera, uniformes y gajes sin que merecieran el aprobado de civismo democrático.
Algo anda mal cuando se prodigan tantas zozobras fácilmente convertibles en amenazas. Puede que exista una debilidad que me tradujo un político de la derecha que ha recorrido todos los escalones hasta el Parlamento Europeo: «Los políticos de ahora somos intercambiables, nada que ver con vosotros, que os forjásteis bajo una dictadura». Otro más relevante desde la izquierda radical a la cumbre ministerial, con escala en empresas públicas o afines, lo resumió: «Sois anacrónicos».
Por supuesto, ambos no carecen de razones. La convención quiere que un joven sea radical, extremista a ser posible si es de buena familia; moderado en la madurez y conservador en la primera y última de las senectudes. La moderación no figura entre las virtudes de una trayectoria ejemplar. A tal punto, que cuando uno escucha en medio de la algarabía comunicacional algunas expresiones se siente tentado irónicamente a proponer una sección socialista del PP y una sección popular en el PSOE, en ambos casos aderezadas con una pizca de nacionalismo periférico para garantizar que el condumio mezcle sabores y maride bien con la verdad revelada, la Constitución y sus diligentes aplicadores.
Anacrónicos y nada intercambiables, asistimos al lamentable juego de atribuir al aliado las maldades y felicitar al adversario. La cultura de la coalición es mal soportada por los trileros del ‘hoy por ti, mañana por mí’. El electorado decidió que tanto compadreo predestinaba al saqueo y la ignorancia culpable de los valores democráticos más elementales: la defensa de la libertad, el combate por la igualdad, la solidaridad social.
Desnaturalizar estos valores parece tarea primordial de los autores de los relatos. Confundir la libertad con la disponibilidad de bares en tiempos de pandemia constituye a la vez una estupidez y una amenaza; condenar a miles de conciudadanos a la miseria, incluidos los más frágiles, es un delito de lesa humanidad mientras se acumulan riquezas obscenas; deducir que la solidaridad constituye en empuñar, mal por cierto, una pala ante las cámaras es una burla.
Cuando el relato circula, las rectificaciones, si las hay, son tan inútiles como los arrepentimientos de sus autores. Tengo pruebas de alguno que circuló en los últimos tiempos en nuestra cercanía, incluso tejido por gentes cercanas a quien suscribe; aunque los más de sus autores hayan acabado mal, la mentira urdida siguió su curso. Claro que en este caso, como en casi todos, había beneficiarios del bulo, incluso de la calumnia y presuntos delitos peores.
Tal vez por este camino se alumbre un nuevo relato del adanismo a que tan aficionados son los relatores contagiados de amnesia o que lo aclare todo algún barón territorial como el que afirma «el cambio climático es un invento puesto que este año las nieves han cubierto el país y conviene ampliar los dominios esquiables». La narrativa como aconsejan los expertos de la cuestión sirve para todo, incluso para edificar un liderazgo o arruinarlo. En todo caso, los catalanes, culpables de los males del pasado del presente y del futuro, que para eso están.
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