Opinión | NO HAGAN OLAS
Juan Lagardera
Catalanadas
Queda una semana para que Cataluña se enfrente a la composición de un nuevo parlamento y, lo que es más trascendente, se pronuncie sobre el programa secesionista que, desde hace una década, ponen sobre la mesa los partidos mayoritarios de la cámara con sede en el antiguo arsenal de la Ciudadela, construido casualmente por el borbónico antecesor, Felipe V, quien aboliera los fueros del Principado.
Los días previos a los comicios están resultando tan movidos como caóticos a pesar de las restricciones de la pandemia. Hemos asistido al ‘efecto Illa’, han salido los presos ‘políticos’ a la calle por la gracia penitenciaria de la Generalitat y sin que la fiscalía rechiste, las encuestas dan hasta tres favoritos con ventajas exiguas, y se anuncia que un total de ocho formaciones accederán al achatado hemiciclo catalán.
Todo ello sin tener en cuenta que sobre una candidata pesa un inhabilitante asunto judicial, y que apenas nadie deja entrever qué alianzas llevarán a cabo para gobernar llegado el caso. Se hurta esa información porque, justamente, hay un elevado voto indeciso y oscilante, y son los candidatos vecinos la mayor amenaza. Sería raro que un hipotético votante de Vox dudase entre elegir la papeleta de ese partido o la de las CUP.
El elector dubitativo estará entre Vox y el PP, incluso entre Ciudadanos, de la misma manera que el votante de la formación de Inés Arrimadas dudará entre irse a la derecha o al PSOE, pero difícilmente lo hará por acercarse a los independentistas. Esas son las claves para entender lo que se dicen entre sí –pocas cosas bonitas y edificantes– los diferentes candidatos. Decepcionante, pero esa es la función de esta campaña: desacreditar al vecino para ganar el voto indeciso.
Solo Salvador Illa, bajo su ‘efecto dopamina’, propone un eslogan tan diferente como confuso: unidad. ¿De qué y quiénes? ¿Acaso de todos los catalanes, ‘a una veu’? No hagan caso. Aquí no hay más cera que la que arde: se repetirá un Govern independentista porque la suma de ERC, Junts, las CUP y, tal vez, PDCat, supere el 50 % de los escaños… que, posiblemente, será inferior al número total de papeletas habida cuenta del carpetovetónico sistema electoral catalán –el único sin actualizar desde 1978– que prima a los pequeños municipios frente a las grandes ciudades.
O volverá un tripartito de izquierdas con ERC, PSC y En Comú Podem. Solo estos dos últimos han dejado clara esta vocación, lo mismo que las CUP y PDCat en el otro polinomio independentista. Los demás apelan a la buena estrella y juegan al ‘quinto’, un bingo popular a la catalana: ‘els dos patets’, o sea, el 22. Y la bola ‘tremola’. Un diputado arriba o abajo puede decidir esta vez todo un gobierno.
Un lío como podrán comprobar, que encima tiene una lectura diferente desde Madrid, donde los analistas únicamente están pendientes de la suerte socialista encadenada a ERC y del sorpaso de Vox al PP. Una vez más, Madrid muestra un desconocimiento profundo y un desinterés desconcertante a la hora de entender la política catalana. Tal vez porque durante años los catalanes evitaron explicarse, como buenos comerciantes, ocultando sus verdaderos intereses. Nadie lo ha narrado mejor que nuestro querido Berlanga a través del personaje de Jaume Canivell (Saza) y su amante-secretaria Mónica Randall en ‘La escopeta nacional’ (1978).
Está por ver y entender algún modelo o razón plausible de la evolución del voto catalán, su origen si autóctono o hijo de la emigración, las sinuosas relaciones con el franquismo o no de las clases altas, la convivencia padres-hijos en relación al independentismo, la concomitancia de la tradición libertaria barcelonesa con el auge del movimiento okupa, el radicalismo ‘cupero’ y las noches incendiarias de contenedores, la vinculación del gregarismo menestral que ha nutrido el pujolismo y ahora el exilio de Carles Puigdemont con la tradición condal del feudalismo, la influencia de los abades de Montserrat, la capacidad asimiladora del Barça, etcétera.
No sabemos nada de una sociología cosmovisionaria catalana, entre otros motivos, por los antedichos: la realidad está simulada. ERC, por ejemplo, tuvo un líder supuestamente de izquierdas, Heribert Barrera, de pensamiento filonazi, y más tarde al hijo de un guardia civil –Josep Lluís Carod-Rovira– y a un hijo y nieto de emigrantes con síndrome de Estocolmo, Gabriel Rufián. Más teatral ha resultado, incluso, la madeja ideológica por la que ha transitado el PSC, un partido que entregaba la representación del mando a los hijos de la alta burguesía: los Maragall, Reventós, Sobrequés, Nadal, Obiols o Serra cuando el grueso de la militancia está compuesto por la emigración andaluza y extremeña. Una mayoría que no ha querido copar el liderazgo salvo en el periodo del inane José Montilla, pero que no se atrevió con la malograda Carmen Chacón.
Así las cosas, los mundos que coexisten sin convivir en la actual Cataluña ya no tienen nada que decirse el uno al otro, aunque el PSC, en tierra de nadie, propone una vía desconocida de entendimiento no sabemos hacia dónde, inviable en cualquier caso si se hace a espaldas del centro derecha español, más si cabe cuando irrumpe Vox en el teatrillo –con Ignacio Garriga, un candidato de color que también busca emitir señales equívocas– y al PP le estallan las confesiones de Luis Bárcenas y el liderazgo de Cayetana Álvarez de Toledo, su diputada nacional por Barcelona.
El ejemplo más palmario de que en Cataluña unos viven en Marte y otros en la Luna, tuvo lugar durante el debate que TVE organizó para toda España, y en el que un galleguista progre confeso como el periodista Xabier Fortes pidió a los candidatos que hablasen en castellano para que el resto de españoles les comprendiese mejor y sin necesidad de traductores. Ni caso, los cuatro independentistas no se dieron ni por aludidos y hablaron siempre en catalán. Nadie desea una España amable.
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