Asistimos desde hace un tiempo a una permanente confusión y confrontación entre las diversas ramas del feminismo que se han ido radicalizando. Sobre el borrador, que se ha filtrado, de la propuesta de ley del Ministerio de Igualdad, conocida popularmente como ley trans, han surgido roces dentro de la coalición gobernante, así como entre numerosos colectivos de referencia. No es mi intención entrar a este debate.

La trifulca que amenaza con una tormenta borrascosa, nace de las distintas concepciones del género vs sexo. La teoría ‘queer’ es la manifestación más flamante y ‘chispeante’ del feminismo (?). Propugna que el sexo no está en la biología, sino que es un constructo social; y que cualquiera puede sentir disforia hacia su género-sexo y cambiarlo por el contrario género-sexo. Incluso menores de edad, sin consentimiento paterno, porque después hacerlo es más complicado hormonal y quirúrgicamente.

Pero claro, y aquí surge el lío, por una parte, el cambio de sexo es biológicamente traumático e irreversible (si luego el sujeto decide ‘regresar’ ya no puede en su integridad porque previamente ha sido castrado). Y por otro, se genera un monumental embrollo: por ejemplo, en una competición deportiva femenina, una trans tiene todas las de ganar, nunca mejor dicho. Y ante esto, las féminas se rebelan: ¡tanto esfuerzo para nada! Además, sería en contra de las propias mujeres que verían mermada su voz por otras supuestas voces añadidas. Es más, ya hay quien propone que algunos/as pueden no sentirse bien ni con lo masculino ni con lo femenino: sería necesario hacer también un género/sexo neutro. El galimatías indescriptible está servido en todos los ámbitos (civil, jurídico, social, educativo, deportivo, etcétera). Y, por otro lado, si no se accede a las exigencias de los trans, se les acusará a los otros feminismos de ‘trans-exclusionary radical feminism’ (terf): simplificando, de ser fóbicos a los trans o transfóbicos. Y con ese marchamo, al igual que sucede con las otras fobias, no le gusta a nadie ser etiquetado.

Todos los que sobre esta cuestión han propuesto la validez de la autonomía individual para ser quien se quiera ser, se encuentran, por sus propios fundamentos filosóficos-ideológicos, en un bucle del que no es posible salir sin abjurar de los presupuestos que les ha conducido hasta este laberinto. La mujer ya no es la mujer, sino que en ese género se integran los trans, siguiendo el proceso evolutivo de quien fuera el símbolo del feminismo: Simone de Beauvoir, que afirmaba que no se nace mujer, se llega a serlo. Es decir, ya no importan los genes, ni la fisiología, ni la anatomía, ni la psicología...: ahora se trata de ser lo que yo quiera ser, y que de este deseo derive un supuesto fundamento a un derecho que todos han de reconocer. Desde esta perspectiva se hace patente la fragilidad de este constructo que choca con la cruda realidad. A mucho les gustaría ser ricos y que todos lo reconocieran.