Hace unos meses escribía, en los pergaminos de este medio: "El efecto coronavirus", un artículo que analizaba las consecuencias de la pandemia en un futuro cercano. Hoy, tras un año de Covid, es hora de que miremos atrás y observemos cómo se ha deteriorado nuestra salud social. Un deterioro que daña, a su vez, nuestra salud física y psíquica. Tras tres olas de pandemia, la "fatiga cóvica" hace mella en nuestros días. La distancia social y el uso de mascarillas han cronificado, de alguna manera, el sentimiento de sospecha. La sospecha ante el contagio del otro, nos sitúa ante un escenario de duda permanente. Una duda que rompe la confianza en los diálogos mundanos. Y una duda que afecta, a su vez, a la duración de los encuentros; a las interacciones espontáneas entre amigos y allegados. Hoy, las conversaciones cara a cara son más efímeras que hace doce meses.

Estamos ante una sociedad menos orientada hacia el futuro y más centrada en el presente. Una sociedad, como les digo, que valora más el instante y los detalles intangibles. Nos hallamos ante un cambio en la escala de valores. Ahora se valora más la salud, la amistad y la presencia de los otros. Y todo porque hemos aprendido que somos el producto de nuestras propias decisiones. Hemos aprendido, y disculpen por la redundancia, el valor de la responsabilidad individual. Un valor que, en tiempos de pandemia, se hace fuerte. Fuerte ante el horror que supone los efectos de una conducta irresponsable. Y ese valor, el de la responsabilidad, ha traído consigo el sacrificio de la renuncia. Tras un año de Covid, la sociedad ha tenido que renunciar. Renunciar a las reuniones familiares, al café con los amigos, al cine y al teatro, por ejemplo. Renunciar, maldita sea, a ser sociales como diría Aristóteles si levantara la cabeza. Esa renuncia ha suscitado un sentimiento de nostalgia y añoranza por el pasado, por aquello que fue y ya no es.

Tras un año de Covid, las mascarillas han ganado la batalla a la expresividad. El rostro ha perdido el cincuenta por ciento de su parte emocional. Y ha perdido, a su vez, buena parte de su identidad. Esa pérdida repercute en la calidad del proceso comunicativo. Sin gestos, por en medio, se pierde gran parte de ese código universal que es el paralenguaje. Después de un año de pandemia, hemos estrechado nuestros vínculos afectivos. Nos hemos hecho, como consecuencia de la sospecha que decíamos atrás, más selectos en las relaciones humanas. Ahora seleccionamos más nuestros círculos de amistad. Y esa selección ha traído consigo espacios más estrechos de privacidad. El virus nos ha hecho más prudentes ante lo desconocido. Y esa prudencia ha supuesto un retroceso en nuestro espíritu aventurero. El miedo al contagio ha paralizado, de alguna manera, nuestras ansias de viajar y explorar. Una parálisis que se traduce, día tras día, en sentimientos de frustración, tristeza y desolación.