Soy maestra desde hace más de 25 años y he venido observando un cambio abismal en las vocaciones de los alumnos. Recuerdo cuando a la pregunta ¿qué quieres ser de mayor?, respondían que querían “heredar” la profesión de sus padres, madres, abuelos… Deseaban conservar la tradición familiar. Más adelante, atentas a las voces más innovadoras de la psicología, las familias comenzaron a recomendar a sus hijos que eligieran aquello que les hiciera feliz. Entonces los profesores, ya atónitos, empezamos a escuchar respuestas del tipo “quiero ser futbolista para ser millonario” o simplemente “quiero ser rico o rica“. Hoy la respuesta es generalizada; la mayor parte de los preadolescentes y jóvenes quieren ser influencers o parecerse a ellos. Ahora no solo ricos, sino además poderosos y famosos en las redes sociales.

Atrás quedó el modelo de persona trabajadora que con esfuerzo y constancia se labraba un futuro aceptable. Atrás quedó la persona humilde que sabía comenzar su carrera subiendo desde el primer escalón. En esta cultura de inmediatez, nuestros jóvenes carecen de la paciencia necesaria para ir consiguiendo metas tranquilamente y se decantan por pillar el ascensor que los impulse aprisa a lo más alto de la cima. Convertirse en tiktokers, instagramers o youtubers es la ilusión de cualquier niño o joven en estos últimos años.

Como consecuencia, encontramos a niños de apenas 10 años utilizando herramientas pensadas para adultos. Niños que maduran antes de tiempo idolatrando unos “modelos” que no se corresponden con su edad. Niños y adolescentes fácilmente manipulables que suspiran por sus ídolos y sus vidas “enlatadas”. Niños que se convierten en clones de personas populares en las redes, las cuales ejercen una gran influencia en nuestros menores.

Personas que transforman su vida en un enorme escaparate a lo Show de Truman. Personas que ventilan su vida privada sin ningún tipo de pudor. Influencers que, en ocasiones, su mayor y único talento radica en su belleza. Personas que deben mostrar su vida en directo para obtener millones de seguidores y, de esta manera, las marcas publicitarias los utilicen como “gancho” para la venta de sus productos. Es decir; los influencers se convierten en las marionetas y nuestros hijos o alumnos, en blancos perfectos para las grandes multinacionales. Como consecuencia, bailan, se visten, comen y hasta hablan como el tiktoker de turno. Nuestros jóvenes ya no compiten por las notas, la creatividad, el sentido del humor… compiten por la cantidad de likes que obtienen de sus iguales. Y al parecer, en la guerra de los likes, todo vale. Contemplamos con desconcierto a nuestros chicos repitiendo conductas inapropiadas de esos prototipos “ficticios” que predominan en las redes.

Las familias deben conocer este mundo paralelo donde la apariencia y el postureo son los recursos más importantes para triunfar. Debemos cuestionarnos si queremos que nuestros hijos anhelen parecerse a individuos sacados de la caja de la Barbie. Además, debemos educar con el ejemplo, desconectándonos también nosotros, de esa vorágine de insensatez y superficialidad.

¿Dónde queda la personalidad de nuestros chicos? ¿Dónde queda la diversidad? Esa diversidad que nos hace únicos y singulares. Creo que estar enganchados continuamente a las redes y a los influencers implica una merma en la autoestima de nuestros menores. Sin duda, suscita en ellos una extrema dependencia de la opinión de los otros. Más tarde, les originará falta de confianza y ausencia de sentido crítico. Finalmente, tendremos adultos “manejables” que buscarán siempre la felicidad afuera…

Cómprale un espejo a tu hijo o hija, un espejo que refleje todas sus cualidades, un espejito mágico que diga que tu hija o hijo puede que no sea el más guapo o guapa de Internet, pero que sin duda es “diferente” y eso le convierte en un ser maravilloso.