Caperucita, la correcta

Finn Garner es un escritor de Chicago. Ha de rondar los 60 años. En 1995 publicó ‘Cuentos infantiles políticamente correctos’. Uno de ellos, el de ‘Caperucita Roja’, comienza así: «Érase una vez una persona de corta edad llamada Caperucita Roja que vivía con su madre en la linde de un bosque. Un día, la madre le pidió que llevase una cesta con fruta fresca y agua mineral a casa de su abuela, pero no porque lo considerara una labor propia de mujeres, atención, sino porque ello representaba un acto generoso que contribuía a afianzar la sensación de comunidad». Entre cáustico y burlón, el estadounidense ponía el dedo en la llaga. En una llaga ulcerosa, sangrante, como muy infectada. La de los límites de una ortodoxia cada vez más enfática y desbocada. Años más tarde, un profesor estadounidense, especialista en Mark Twain, reformuló ‘Las aventuras de Tom Sawyer’ excluyendo la palabra ‘nigger’ -algo así como ‘negrata’- y sustituyéndola por ‘esclavo’. Argumentó que lo hacía a petición de sus alumnos y compañeros de claustro porque el texto ya no era aceptable en las aulas al ser considerado racista. El académico era partidario de «limpiar» las obras clásicas de «inconveniencias». Según él, sólo de este modo podrían salvarse. De no ser así, serían relegadas definitivamente por las nuevas hordas moralistas. Tal vez no iba desencaminado. Al otro lado del Atlántico, un sindicato de estudiantes de una universidad londinense exigía la desaparición de Platón, Descartes y Kant del programa de estudios por racistas y colonialistas. Vadeó la persecución Schopenhauer, no se sabe por qué (o bien no estaba integrado en el plan de estudios o bien en los pupitres no había un exceso de fundamentalismo de género): su ‘Arte de tratar con las mujeres’ es un combustible muy apropiado para convertirse en cenizas, de una misoginia imperturbable. ¿No le sucedió algo parecido a Goethe, aunque en otro registro, en el último tercio del ochocientos, cuando publicó ‘Los sufrimientos del joven Werther’? Algunos gobiernos europeos prohibieron la novela tras la oleada de suicidios por penas de amor que provocaba el desesperado protagonista en los jóvenes imberbes. Pero esa es otra historia. O quizá, no. Quizás sea la misma. Porque, al final, ¿no estamos hablando de censuras y de autocensuras, y de la anatemización de una gran parte de las obras de la historia del pensamiento y de la literatura, enfrentadas a nuevas percepciones del mundo, sí, pero víctimas de la intransigencia y la intolerancia? Algunos de estos episodios los recuerda Irene Vallejo en ‘El infinito en un junco’, ese libro sobre la historia de los libros.

Hasta tal punto refulgen las evidencias censoras que el año pasado unos 150 intelectuales encabezados por Noam Chomsky, Salman Rushdie y Martin Amis firmaron un manifiesto contra la creciente «intolerancia» hacia las ideas discrepantes por parte del activismo progresista estadounidense. Lamentaban los autores la pretensión de silenciar la disidencia, señalaban que el libre intercambio de ideas iba en regresión, manifestaban que la actitud censora se estaba extendiendo en la cultura, exponían la imposición de los dogmas y de la coerción, y advertían sobre el peor de los males: ese «nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y de tolerancia de las diferencias a favor de una conformidad ideológica». Esta adhesión obediente y esa uniformidad ideológica, denunciadas por Chomsky y los demás, constituyen la clave: los intelectuales no dirigen sus luces rojas hacia el campo moral conservador; su amonestación la lanzan contra la izquierda, pues es por donde circula su desconcierto. Desconcertados o abrumados, en todo caso, el aliento que da vida al irónico cuento reescrito de Caperucita se posa en múltiples páginas de la actualidad. A derecha e izquierda parece haberse desatado una carrera para vigilar el lenguaje ‘correcto’, donde los sumos sacerdotes delatan cualquier herejía primero para a continuación disponer el cadalso. Desde la última guerra europea y sus coletazos posteriores no se había vivido un clima tan abrasivo. Mientras la polarización política -los populismos a derecha e izquierda- estrecha el campo de la tolerancia, algunos están empeñados en oficializar un nuevo canon por el procedimiento de estrangular los construidos en el pasado, sobre los que han dictaminado que no tienen derecho a la vida. Ésta es la génesis del problema. No es posible la convivencia, sólo la superación. De nuevo, el binomio entre lo bueno y lo malo. Dado que el 70 % de la literatura desde que Homero plantó la semilla lleva implícita la irreverencia o entra en conflicto con el nuevo orden moral -y puritano-, habrá que echar al cubo de la basura no solo a Homero, sino a casi todos los demás. Comencemos por Joyce, que ya probó el fuego, y sigamos por Nabokov, Dante, Lowry, Kafka, Capote, Bukoswki, Miller, Genet, Aristóteles, Chandler, el divino Sade, y Proust, y Flaubert, y Tolstoi, y hasta ese señor que le escribía las letras a Carlos Gardel. La pira está preparada. Vayan amontonando los libros. (Por estos alrededores, que son los nuestros, la purga se abriría quizás con Estellés, pondría sus reparos el tribunal justiticiero a la ‘Flor d’Enamorats’ de Timoneda, desde luego que Martorell y March probarían en sus carnes un contundente auto de fe. Y conozco a un famoso novelista valenciano actual, cuyo nombre no desvelaré para evitarle una ‘fatwa’ a lo Rushdie impulsada por algún ayatolá de naranjal, cuyos libros no pasarían un leve examen del nuevo dogma, así en ‘cuestiones de género’ como en todas las demás cuestiones, que son muchas).