Excepcionalmente, una noticia restaba protagonismo a las generadas por la Gran Pandemia: los grandes grupos editoriales y las mayores empresas tecnológicas habían convocado una conferencia para debatir el estado de la comunicación en el mundo. Desde el inicio de la pandemia, y a medida que ésta alcanzaba velocidades inusitadas, se había comprobado cómo usurpaba el espacio que, en tiempos precedentes, habían ocupado las noticias locales, nacionales e internacionales o las de deportes, cultura y ciencia, entre otras secciones. Incluso las redes sociales, un rico yacimiento de diversidad comunicativa, habían experimentado un rápido proceso de homogeneización: las opiniones de los tuits, los canales de ‘youtubers’ e ‘influencers’, y otros recursos de publicitación, reproducían los mismos o similares contenidos, en lo que constituía una inacabable cadena de redundancias, reiteraciones y plagios literales.

Las empresas habían respondido mediante diversas prácticas a este nuevo fenómeno que, en adelante, se mediría con el denominado índice de comudiversidad (diversidad comunicativa). Al principio, la decisión más común consistió en la reducción de reporteros, redactores, corresponsales y articulistas para, de este modo, prevenirse ante posibles pérdidas económicas. La mayor parte de la información procedía ahora de agencias y gabinetes de prensa oficiales, de donde llegaba lista para su directa reproducción. Los flecos subsistentes -historias personales, discusiones sobre las dotaciones sanitarias, la comparación con lo que ocurría en otras geografías- requerían de escaso personal y podían cubrirse mediante periodistas ‘freelance’.

Tras el arraigo de las anteriores prácticas, el paso del tiempo reveló que la Gran Pandemia, precisamente porque producía un volumen de comunicación inconmensurable, capaz de relegar a escuetos titulares las restantes noticias, seguía provocando un acelerado proceso de desgaste de la comudiversidad global. Los billones de noticias y opiniones publicadas sobre la enfermedad habían exprimido la posibilidad de trasladar, a la opinión pública, un mínimo atisbo de originalidad. Hasta las medidas de control de la pandemia habían perdido interés: las que eran válidas para un mes se sustituían al siguiente por otras consideradas más idóneas; pero las primeras no tardaban en reaparecer, calibradas de nuevo como las de mayor eficacia. Una rotación que, incluso, permitía establecer el calendario de las restricciones y desescaladas anuales.

El agotamiento de la comudiversidad se había extendido a otros hechos noticiables. De hecho, también el trabajo de los ‘freelance’ decayó abruptamente. Las redacciones robotizadas y la contratación de móviles privados habían permitido construir una formidable base de datos a la que recurrir para confeccionar el telediario o el periódico de cada jornada. Aplicando algunos exabytes de inteligencia artificial resultaba posible seleccionar, de entre la inmensa información acumulada, la más idónea para representar las circunstancias concretas del momento.

Llegados a este punto, se esperaba de la reunión sobre el estado de la comunicación mundial que definiera su rumbo futuro. La celebración del evento estuvo precedida de protestas organizada por periodistas y otros profesionales de los medios tradicionales. Fue asaeteada por la indignación procedente de facultades y teóricos de la comunicación. Hasta los gobiernos, preocupados ojeadores de la extrema tensión que la carestía de noticias provocaba entre los más ruidosos tertulianos y los habituales exaltados de las redes sociales, amenazaron con reducir sus campañas publicitarias.

Tras extensos debates, la respuesta de la conferencia se concretó en tres medidas. En adelante, lo que sucediera en la capital de cada país se atribuiría al conjunto de su territorio, prescindiendo de lo sucedido en otros lugares: las noticias capitalinas habían mostrado ser un pacífico sucedáneo de la diversidad geográfica, como bien había mostrado la experiencia española. No obstante, como concesión experimental a la elevación de la comudiversidad, a cada periodista contratado se le exigiría el objetivo de alcanzar una cuota concreta de ésta, siempre que ello no redujera los ingresos publicitarios ni los índices de audiencia. Finalmente, como medida expresiva del elevado compromiso social de las firmas, el personal excedentario podría gozar de apasionantes oportunidades laborales en el dinámico mercado de los hechos alternativos, las redacciones especializadas en panegíricos de los más encumbrados y las escuelas destinadas a formar en la confección de textos agresivos, sucios y faltones.