Los fines de semana suelo ir a misa. Es un momento de encuentro conmigo mismo donde degusto el silencio y la tranquilidad que se desprende de los muros de la Iglesia. Casi siempre voy con el evangelio del domingo leído y meditado. Pero hace unas semanas no pude hacerlo y me senté sin saber de qué iba la lectura. Lo que me llamó la atención es que ese día, el tercer domingo del tiempo ordinario después del tiempo de Navidad, está dedicado a la importancia de la Palabra de Dios. El Papa Francisco insiste en la importancia de escuchar y cumplir lo que se escucha. Pide, en pocas palabras, coherencia, un equilibrio entre lo que decimos y lo que hacemos, que “la palabra esté muy cerca de ti, en tu corazón y en tu palabra, para que la cumplas”. Seamos creyentes o no, estamos ante uno de los desafíos más importantes de una vida plena y con sentido. Hoy, en cambio, estamos ante la defunción de la palabra en todos los ámbitos de la sociedad y de nuestra vida cotidiana. Ha perdido importancia y solidez. Se ha convertido en moneda de cambio, producto de pactos, programas y promesas que se incumplen a las primeras de cambio, creando una desconfianza que lo inunda todo. Cada día podemos escuchar una cosa y la contraria y ser defendida por los acólitos de turno llenando las redes de argumentos, de hemeroteca, de imágenes o vídeos que comprometen la versión opuesta.

Llevar a cabo esta violación de la palabra tiene más importancia de la que nos imaginamos. Uno de los mayores cuidadores de nuestra lengua y, por tanto, de la palabra, Lázaro Carreter decía que “elogiar la palabra es como elogiarnos a nosotros mismos, porque la palabra es la materia básica para entender lo humano”. En cambio, la palabra se convierte en arma arrojadiza. Cada vez molestan más las argumentaciones porque se tiene temor al debate y al diálogo. Sólo podemos encontrarnos cuando hablamos. Hoy la comunicación humana se sintetiza en un límite de caracteres en el que es imposible discrepar como entenderse. Ante un tiempo donde lo humano está cambiando a una velocidad sin precedentes, nos hemos quedado sin palabras que nos digan qué decir y qué hacer. La desafección política que marca la distancia entre la ciudadanía y la clase política tiene sus fundamentos en este problema.

Lázaro Carreter vuelve a dar en el por qué de todo ello: “El lenguaje nos ayuda a capturar el mundo, y cuanto menos lenguaje tengamos, menos mundo captamos”. La pandemia ha acelerado y ha hecho más evidente esta certeza. Cada vez se comparece menos, cada vez se imponen más condiciones a los periodistas a la hora de preguntar para indagar en la acción y gestión del poder, cada vez se lee más, incluso cuando la intervención no dura más de un minuto. Fíjense cómo los alcaldes que se han vacunado antes de lo que tocaba, la mayoría, a la hora de enviar una declaración para justificar lo que han hecho, salen leyendo lo que dice la pantalla de una forma tan hortera e infantil que produce tristeza, por un lado, y rabia, por otra. No es extraño que estemos en el tiempo de las Fake news y de la post-verdad. Donde la palabra se tambalea, la verdad desaparece y todo está permitido, porque todo se convierte en medio para conseguir unos objetivos determinados. Estamos, pues, ante el cambalache de la palabra, que es el trueque, el intercambio de ella por su poca importancia y valor. Cuando en 1934 Enrique Santos escribió el tango argentino Cambalache hizo una descripción perfecta del mayor virus del mundo actual y es que todo da igual porque los principios han volatilizado. La palabra y la verdad ya no tienen peso para imprimir su huella: “Hoy resulta que es lo mismo ser derecho que traidor. ¡Ignorante, sabio o chorro, pretencioso o estafador! ¡Todo es igual!¡Nada es mejor! ¡Lo mismo un burro que un profesor! Qué falta de respeto, qué atropello a la razón, cualquiera es un señor o un ladrón”. Quien tenga oídos para oír, que oiga.