En cuatro décadas ha llovido suficiente en España como para que la intentona golpista del 23 de febrero de 1981 pueda ser releída con más templanza historiográfica y menos épica política. Ha pasado suficiente tiempo. Se ha podido conocer más el verdadero talante de algunos de sus protagonistas por actuaciones posteriores. Algunos han dejado para la posteridad sus memorias. Y el relato oficial y hegemónico de todos estos años de lo que sucedió y por qué ocurrió puede ser reinterpretado. Sin añadir ni quitar ninguno de los hechos acreditados por diferentes fuentes, sino simplemente destacando más algunas acciones que han pasado desapercibidas y subrayando menos otras, que no han tenido otra finalidad que ensalzar a los vencedores del pulso maniqueo entre demócratas e involucionistas. A continuación, un intento de leer de otro modo el 23F, sin quitar ni poner rey, sino de servir a la verdad.

A principios de 1981, la situación social, económica y política en España era gravísima. El año anterior, los comandos de ETA y Grapo asesinaron a un policía o un militar cada tres días. Los porcentajes de la tasa de paro y de la inflación tenían dos dígitos. La conflictividad laboral estaba al rojo vivo. Patronal y sindicatos no se daban tregua. Los militares y los civiles apegados al llamado búnker franquista culpaban al Gobierno de los atentados terroristas y también del auge de los partidos nacionalistas, que estaban «rompiendo España». Para un sector importante de la prensa y de la oposición de izquierda y derecha, el principal culpable de todo aquel caos era Adolfo Suárez.

El rey Juan Carlos I, que había escogido a Suárez, un oscuro ministro secretario del Movimiento Nacional, para que le ayudase a conducir la transición hacia la democracia, se dio cuenta entonces de que el líder de Unión de Centro Democrático (UCD) estaba quemado y que significaba un lastre. Suárez no solo era la diana de todos los ataques de socialistas, comunistas, nacionalistas y franquistas, sino que sufría cada día algún navajazo de dirigentes de su propio partido.

Diez días antes del 23F, el rey despachó con el general Alfonso Armada, que había sido secretario general de la Casa del Rey hasta 1977. Ambos estuvieron de acuerdo en que había que sustituir a Suárez. Una posibilidad era presentar una moción de censura en el Congreso y formar un Gobierno de concentración con ministros tecnócratas y de diferentes partidos parlamentarios. No fue necesario. Al enterarse Suárez por el propio monarca de que ya no confiaba en él, el presidente presentó su dimisión. Juan Carlos no se esperaba esta reacción. Pero Armada ya había activado su operación con otros militares. Incluso había comentado parte de sus intenciones con algunos altos dirigentes políticos del PSOE, como Enrique Múgica, que a su vez lo transmitió a Jordi Pujol y Miquel Roca. Muchos parlamentarios de UCD y de la oposición estaban dispuestos a participar en un Gobierno de concentración nacional, y que este fuese presidido por una personalidad de prestigio y, si era preciso por mor del consenso, incluso militar. Y ahí estaba Armada, para «servir a España y la Corona».

Con lo que no contaban el rey ni los conspiradores de UCD y la oposición era que Armada flirtease con los partidarios de un golpe de Estado duro, una docena de militares acaudillados por el general Jaime Milans del Bosch, enemigos de la democratización de España y defensores de implantar la ley marcial para extirpar el terrorismo y derogar las autonomías y la «anticristiana» ley del divorcio.

El miembro más agresivo de este grupo de ‘duros’ era el teniente coronel Antonio Tejero, que ya había sido condenado con anterioridad por planear otra intentona involucionista. Tejero, con el visto bueno de Milans y la transigencia de Armada, dirigió el asalto del Congreso y el secuestro de diputados y senadores el mismo día que se votaba en las Cortes la investidura de Leopoldo Calvo-Sotelo (UCD) como nuevo presidente en sustitución de Suárez.

La irrupción violenta en el Parlamento y la declaración del estado de excepción en València por Milans del Bosch cogió por sorpresa a la Zarzuela. Se conocía la intención de Armada, pero de ningún modo se podía aprobar un asalto armado a la sede de la soberanía nacional. Durante las siete horas que transcurrieron entre el «todos al suelo, quieto todo el mundo» de Tejero hasta el mensaje televisivo de Juan Carlos vestido de capitán general en el que se ordenaba a los golpistas que depusieran su actitud, en la Zarzuela se sucedieron escenas de muchísimas dudas, gritos, llamadas telefónicas, nervios e incluso lágrimas. Y se retiraron algunas botellas y copas de cava que se habían preparado para celebrar no sé sabe con certeza qué.

Muchos de los más de 100 libros escritos sobre el 23F coinciden en que los consejos de Juan de Borbón, el padre del rey; los recuerdos de Sofía de Grecia (cuya familia sufrió las consecuencias del golpe de los coroneles en su país), y las gestiones de Sabino Fernández Campo, secretario general de la Zarzuela, fueron fundamentales en las tomas de decisiones de Juan Carlos. Es probable que aquella noche de hace 40 años, al recordar su tibieza ante las legales aunque extravagantes proposiciones de Armada, fuera la primera vez que el monarca pensase: «Me he equivocado, no volverá a ocurrir».