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Matías Vallés

La teoría de la difícil conspiración

Si fuera tan fácil y rentable engañar a las multitudes, lo intentaría más gente

Michel Rocard, primer ministro de Mitterrand despreciado por su jefe, solía recordar que se necesita mucha inteligencia para llevar a cabo una conspiración. Si fuera tan fácil y rentable engañar a las multitudes, lo intentaría todavía más gente. La regla básica de las fabulaciones colectivas (y de la publicidad) es que solo funciona para los demás, nadie se confiesa víctima de las fake news. Los anuncios solo convencen a los otros, de la misma forma que la mayoría de conductores conducen mejor que la media, o que la mayoría de personas se creen preparadas para aceptar a un presidente negro o mujer, pero consideran a la vez que la mayoría de sus coetáneos no acogerían de buen grado este advenimiento.

Por si hay tomadores, la mejor forma de engañar a las masas parte de alcanzar un consenso con las víctimas. Nuestra reciente experiencia con un virus ayuda a captar este concepto medular. Nunca se había presenciado una orgía de plásticos similar a la registrada en 2020 para protegerse contra la pandemia. Y si se traslada el debate al capítulo de la inmunidad, no se han prodigado los artículos denigrando que las fases iniciales de ensayos con vacunas consistan en inocular venenos a inocentes macacos, para que contraigan la enfermedad que se pretende subsanar. El animalismo ha capitulado ante el coronavirus.

Una teoría de la conspiración de apreciable éxito pretende que las teorías de la conspiración suponen una aportación reciente al acervo cultural. Y así debe ser, para quienes no han leído a Maquiavelo aconsejando al príncipe que «nunca intentes ganar por la fuerza lo que puede ser conquistado por el engaño». Por extraño que parezca, no se refería a la elección de Trump, sino a las campañas triunfales de Lorenzo el Magnífico o de Fernando el Católico. La influencia diabólica de Rusia a través de los muy celebrados hackers de San Petersburgo ya figura literalmente en los discursos de Franco en el 1962, con el mismo sentido e intensidad que en la actualidad.

Ahora que el Gobierno ha introducido la desinformación en el Boletín Oficial, será curioso recabar la versión oficial sobre las mentiras que difundió Churchill contra los nazis durante la Segunda Guerra Mundial. El presidente Kennedy resumía que el primer ministro británico «movilizó al idioma inglés y lo envió a combatir», las falsedades difundidas por los británicos lograron que una porción significativa de soldados alemanes se despojaran del uniforme. ¿Se puede desinformar con buenas intenciones, otorgará La Moncloa un salvoconducto para mentiras con un alto contenido patriótico?

Proliferan los verificadores o fact checkers, una denominación neutra que esconde una nueva estructura judicial, a menudo más peligrosa que la jungla que pretende arbitrar. Sobre todo, el revisor se coloca al margen de la revisión, se le ha infundido el espíritu de la verdad. En su endiosamiento, se les escapa la volatilidad del texto, Richelieu dictaminando que «si me dais diez líneas escritas por el hombre más virtuoso, lo llevaré al cadalso». En general se sobrevalora a los conspiradores como gentes de errónea firmeza, cuando ejemplifican las contradicciones más flagrantes. Los mismos que dudan de la versión oficial de un 11S comandado por Al Qaeda, se desviven por demostrar que el 11M fue ETA como quería el Gobierno. No buscan la coherencia, son útiles en cuanto que siempre apuestan por lo que no ocurrió. Y si toda noticia es falsa, su desmentido también.

El periodismo ha pagado un precio por su migración hacia la respetabilidad. Hasta que fue emborronada por catedráticos que nunca la han practicado, era una disciplina de principios elementales. Jim Hoagland, premio Pulitzer, columnista de largo recorrido y asesor áulico de la familia Graham propietaria del Washington Post, lo explicaba con ingenuidad desarmante. «Cuando gobiernan los Republicanos, somos un poco más Demócratas, y cuando gobiernan los Demócratas, un poco más Republicanos».

Antes de culpar a Trump de la violación de este axioma, conviene recordar que dicha ley oscilante se quebró primero con George Bush, aplaudido unánimemente por la liberación a muerte de Irak. Con Obama se institucionaliza la fractura, sus partidarios santifican las ejecuciones extrajudiciales que habían denunciado en su predecesor, mientras la Fox le niega incluso la condición de estadounidense. En este clima, tan fácil de trasladar a España que conviene rehuir la tentación, provocan sonrojo los medios que presumen de haberse impuesto la «transparencia moral» que desecará toda conspiración. La exclusiva sobre las grandes guerras del siglo pasado fueron obtenidas por periodistas escondidos en el cuarto de la limpieza de la Casa Blanca.

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