Durante el primer confinamiento, aquel de los balcones y los aplausos de las ocho de la tarde construyendo país gracias al juramento de los sanitarios, solo Miguel Bosé perdió la cabeza, que supiéramos. Luego desescalamos, ocupamos las terrazas, compramos estufas parisinas y volvimos a casa por Navidad desencadenando la ‘new wave’. La jodimos con Papá Noel y los Reyes Magos. Un año después de la manifestación del 8M con las ministras prietas con los guantes profilácticos, que además eran violetas, y del partido-bomba biológica que el ValenciaCF jugó otra vez en el fatídico San Siro, la chaveta se le ha ido a Victoria Abril. No es la primera vez que un actor visita el frenopático.

Los psicólogos lo venían advirtiendo durante esta pandemia. El mundo es lo suficientemente incomprensible para que, encima, sucedan acontecimientos que trastoquen buena parte del orden reconocido. En el año transcurrido, lo que hemos descubierto, además, son los límites de la medicina y la fragilidad del ser humano. Justo cuando un filósofo israelí que se declara ateo, Yuval Noah Harari, nos prometía la inmortalidad. La tesis de su best-seller ‘Homo Deus’, presuponía un avance científico exponencial a partir de 2050 hasta convertir al ser humano en un dios sempiterno.

Hace doce meses, en cambio, no había mascarillas salvo en Asia y el equipamiento del personal hospitalario daba miedo, envueltos en bolsas de basura y cintas de esparadro. En cuestión de semanas, los industriales más espabilados se pusieron a fabricar epis, tubos respiratorios y nuevas mascarillas con filtros virucidas, la palabra que el vocabulario médico considera incorrecta pero que ha venido a sustituir a los antiguos desinfectantes. Un amigo impresor alicantino se activó hasta convertirse en el principal fabricante de viseras de plástico de España. Y en Paterna, sin ir más lejos, hemos conocido que la compañía de investigación Bioinicia ha organizado una de las mejores fábricas de mascarillas con nanofibras, más cómodas y filtrantes: las Proveil son tan buenas que las compra el mismísimo Gobierno para protegerse de la covid-19.

En un año, la medicina, sorprendida por la tenacidad del nuevo virus, ha aprendido poco a poco a combatirlo. Ya no hace falta desinfectar los alimentos, pulverizar las calles y los zapatos. Ya se sabe que son las gotitas –aerosoles– de la respiración animal las que vehiculan a los bichitos. Y conocemos sus síntomas más generales, incluyendo la sorprendente pérdida del gusto y el olfato, la neumonía bilateral o la inflamación general del sistema coronario: la temible tormenta de citoquinas. En los hospitales sigue habiendo demasiados muertos, pero el combate con anti-inflamatorios, antivirales, corticoides y clonaciones de anticuerpos es encarnizado.

Cócteles de medicamentos anticancerígenos, contra el sida o la malaria se rescatan para atacar la infección por coronavirus, cuyos interrogantes siguen siendo múltiples, no obstante: por qué unos seres humanos enferman y otros no, por qué determinados positivos se agudizan y otros apenas padecen una especie de resfriado… una diversidad de síntomas, positivos o negativos y en función de qué, con individuos cuyo sistema inmunológico sobreactúa, sin que ningún estudio clínico sepa discernir la verdadera influencia de vasodilatadores o antihipertensivos.

En medio de la batalla y la prevención general, la humanidad ha logrado un éxito sin precedentes con la obtención de vacunas altamente eficaces frente a la enfermedad. Lo están siendo, incluso, contra las variantes mutantes de este Sars2. Se basan en modificaciones genéticas, lo que anticipa una nueva era en el desarrollo de la biomedicina. Otra vez regresa el optimismo, Harari. Pero las vacunas han dejado al descubierto otras realidades: la verdadera geopolítica del mundo, en la que el eje anglosajón sigue siendo dominante, en la que Rusia y China van a la suya, en la que los países ricos se imponen crudamente a los pobres. Los presidentes de Argentina y México han alzado la voz frente a este orden jerárquico e insolidario del planeta.

El marco de las vacunas ha evidenciado, también, la levedad política de Europa y el juego comercial de la industria farmacéutica, mayormente anglosajona otra vez. Europa anticipó compras y prestó inversiones para la investigación, pero no ha sido posible crear una producción fabril y una logística a la altura de las necesidades. Es como si se hubiera terminado la guerra en los despachos pero se siguiera disparando en los frentes.

Pocos se atreven a proponer la liberación de las patentes de las vacunas, aun a costa de indemnizar millonariamente a los sintetizadores de las fórmulas. El mundo sigue sin saber gobernarse de modo universal, al servicio de una causa común, y priman los intereses privados y los egoísmos nacionales. En ese contexto, España navega con la deriva del conjunto continental europeo.

Aquí resuena la maldición de Unamuno: ¡qué inventen ellos! Seguimos sin esfuerzo ni inversiones por la investigación. Sabemos que el valenciano Luis Enjuanes ha dado en el CSIC con una vacuna estupenda, pero que le llevará unos cuantos años –de tres a cuatro– superar todas las fases probatorias con animales: ratones, civetas, macacos… O que desde hace unas pocas semanas el Gobierno y la Xunta de Galicia han invertido en la transformación de una fábrica de vacunas veterinarias en O Porriño para ponerla a disposición de la nueva vacuna anticovid de la americana Novavax a partir de abril. Mientras, la compañía catalana fundada por Grifols ha iniciado ensayos clínicos para comprobar la eficacia frente al coronavirus de un medicamento contra el tifus…