En la València interior, la que se prolonga desde la Catedral al ensanche modernista, se yerguen tres o cuatro artefactos arquitectónicos de vuelo institucional y de muy dudosa alma: se diría que se levantaron con el lúgubre propósito de cometer una violación contra la vieja ciudad. Como a València no se la ha respetado nunca, ni tampoco València se ha hecho respetar, obviaremos los atentados contra el patrimonio a manos de particulares, porque cada cual ha hecho lo que le ha venido en gana en su casa, que para eso era la suya. Hace unos dos años o así, sin ir más lejos, una tienda de la calle San Vicente que era una joya amaneció reformada como un comercio coreano, con sus lucecitas de colores y su canesú. Si esto sucedió hace dos años, ¿qué no habrá sucedido desde los sesenta del siglo pasado hasta nuestros fechas actuales y pandémicas? Aún así, hacer de ‘flâneur’ por València estos días, pese al paisaje espectral de la tarde -comercios y bares cerrados, poca gente y con pinta de zombi- constituye una celebración. En estas riberas del Turia, a diferencia de las ilustres ciudades griegas, italianas o francesas, hemos carecido de mito. Occidente nos lo negó. Nunca construyó el sueño de un ideal -por supuesto inventado, como han de ser los ideales- como lo hizo con Génova, Rávena, Parma, Burdeos, Salónica… De modo que nuestro destino no venía de algún lugar ni se encaminaba a ninguna parte. Un destino inmutable. Sin mito y sin ideal, es decir, sin un modelo fabricado por los europeos para el mercado de las leyendas, la posición de València quedaba al margen de la historia, detenida en el tiempo. Ofrecíamos calles y palacetes antiguos, sí, pero sin la envoltura de un sueño que los empaquetara, como deseaba el romanticismo, hacia la celebridad. Teníamos el material pero nos faltaba la fascinación hacia él. Mejor, en todo caso, para sus vecinos (las hordas de turistas aún la han descubierto ahora, hemos estado a salvo durante años). Y peor, tal vez, para la conservación de la memoria urbana, que bebe antes que nada del brindis patriótico (si no hay orgullo patrio, o negocio, no hay custodia de los elementos físicos). El caso es que hay tres o cuatro mazacotes perturbadores, como decía, dignos de mención, porque al contemplarlos, entre las vetustas callejuelas, no sabes si estás ante un espejismo, un travestismo mobiliario o una Mesopotamia fallera. El edificio de CC OO de la plaza de Nápoles y Sicilia es un lugar común en esta taxonomía valenciana de lo bárbaro. Lo saben sus inquilinos, porque su fama es inmemorial. El del IVF, a su lado, no le va a la zaga. En cambio, la Secretaría de Modelo Económico se ha dispuesto en un palacete que diviniza la plaza. Enfrente, un viejo edificio de ladrillo cara vista devuelve la hostilidad a un espacio que siempre ha sido hermoso. En los años 70 y ochenta aún se emplazaban algunos puestos del antiguo mercado. Siempre podías comprar una coliflor y unas zanahorias avanzada la mañana para el guisado de las tres. A la hora del café, en la tele, aparecía Martín Ferrand. Cuando modificas el pasado no sólo alteras un hecho; también anulas sus consecuencias, que son infinitas. El axioma le viene de perillas a la plaza redonda. Antes de la reforma, el espacio te transportaba a un escenario del XIX. Ahora te dirige hacia la duda. Hay algo de ochocientos, sí, ¿pero no hay también una especie de platillo volante? La tensión de los elementos añadidos deroga la identidad alcanzada por la plaza de nuestra infancia. En lugar de embarcarte en un viaje hacia el pasado, te conduce hacia el futuro, y el futuro, ay, siempre genera incertidumbre. Aunque lo mejor, una vez dentro de la plaza, es permanecer allí, como si estuviéramos encantados por el ‘Ángel exterminador’ de Buñuel. Si sales, estás perdido. Te ha de interpelar el espanto y tus ojos chirriarán de dolor. Un descomedido bloque envuelve parte de la iglesia de Santa Catalina y anuncia la sede de la Adeit, que es una fundación vinculada a la universidad, ni más ni menos. Roza Santa Catalina y golpea Tapinería y la plaza Lope de Vega en un abrazo mortal. Justo donde ahora se levanta lo inefable, en la planta alta de un edificio de tres pisos humildes, en la calle Tapinería, vivía Pep Laguarda (Pep Laguarda & Tapinería): desde su casa se podía colgar uno de la torre de Santa Catalina, la que hipnotizaba a Gil Albert, en noche azarosa del alma y de rock psicodélico. En fin, como la fatalidad es gregaria, y como València tiende a perpetuar sus errores, el dislate instalado entre las calles Bailén y Pelayo, que ocupa una manzana, supone la aparición de una epifanía sobrenatural. Es como un gigantesco ataúd marmóreo con vistas (ventanas), no se sabe si con vistas hacia el más allá o hacia el más acá, dado que está provisto de áticos y terrazas que miran igual al cielo como a la tierra. La Oficina de Extranjería ocupa actualmente el edificio, o parte de él. Lo inauguró D. Javier Arenas Bocanegra, según reza la placa situada en la entrada, en 1998. En fin, que visto lo visto, uno piensa que hay que pedir lo imposible, estilo mayo del 68. Y creer en la humanidad -en la humanidad valenciana- para que estos y otros artefactos que un día abandonaron la realidad de su entorno firmen un epitafio de esperanza a fin de que la estética del estrépito no regrese nunca más. (Por cierto, ¿alguien sabe qué ha pasado con la línea 5 de la EMT, que era una institución en València? Durante décadas, ha rodeado el casco antiguo como un anillo protector, y era la mejor sustituta de aquel autobús que atravesaba las torres de Quart -«l’autobús fa l’amor amb les torres», cantaba Toti Soler-, también desaparecido. València es así, no hay manera de convertirla en perdurable. Por eso los mitos huyen, nos evitan).