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Mercedes gallego

Extraña en el paraíso

Cuando ya me había acostumbrado a llegar a casa con el síndrome de Cenicienta pisándome los talones y a no asomar las narices más allá de las puertas intangibles de la Comunidad, como un jarro de agua fría me cayó el cierre total de bares y restaurantes y la limitación de la movilidad a mi ciudad durante los fines de semana, que es precisamente cuando más puedo y solía desplazarme. Esto, para un animal social como me gusta definirme (vaca sin cencerro en la terminología más certera de mi madre), es un golpe en toda regla. Máxime cuando en los días previos al último cerrojazo me había planteado aprovechar este tiempo de confinamiento autonómico para conocer cada rincón del territorio en el que vivo desde hace décadas, pero del que me queda mucho por descubrir. Para las visitas a esos parajes que siempre pospones porque te quedan cerca pero que al final nunca vas. Para saciar con otros pueblos las ganas del mío... En esas estaba, les decía, cuando se activó otra contrapuerta al campo y ¡zas!: me encontré con que el recreo había que disfrutarlo sin salir al patio.

Pero, contra todo pronóstico, en estas semanas he logrado acompasar mi particular baile de San Vito a la calma chicha que nos está imponiendo esta pandémica realidad sin dejarme excesivos jirones de piel en el intento. Ha sido necesario, eso sí, redefinir destinos, acortar recorridos, atemperar el paso y mirar con otros ojos. Y tanto empeño le debo haber puesto que ayer, cuando comenzó a aliviarse esta cerrazón surgiendo de nuevo terrazas allá donde solo había asfalto, me sentí rara. Tan extraña que después de este tiempo soñando con el paraíso de un café fuera de casa fui incapaz de tomármelo. Ahora bien, de hoy no pasa que lo intente con la cerveza. A ver.

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