Se escucha con gusto a Joan Coscubiela. Lo he escuchado en RNE, en el programa de Íñigo Alfonso, presentando su último libro La pandemia del capitalismo. La entrevista ya estaba comenzada cuando empecé a escucharlo. Además, como hace un tiempo que anda más bien recluido, me costó identificar su voz. Durante un rato me dejé dominar por la extrañeza: ¿quién es este que habla como político y sin embargo es sensato?, me pregunté. Y como sucede con otros personajes, asocié que si parecía un político que hablaba con sensatez, debía ser uno de esos que, desde un lado u otro del espectro político, ya habría sido defenestrado por su formación, o se habría despedido de ella deseándole suerte y recluyéndose en la vida privada. Repasé la lista de ellos y pronto di con él.

La lista ya es larga. Piense el lector en José María Lasalle, en Xavi Doménech, en Eduardo Madina. Y uno se pregunta: ¿cómo es que sobreviven en los tajos políticos los más primarios y se marchan a casa los más capaces de elaborar un discurso persuasivo, sereno? No es un una imposición del medio político. Estas personas no han recuperado la sensatez cuando abandonaron la política. Ya lo eran cuando estaban en activo y se diferenciaban de sus colegas. Será difícil olvidar el discurso de Coscubiela cuando denunció la fractura de la tradición parlamentaria catalana el 17 de septiembre de 2017. Otro efecto curioso es que algunas de esas personas sensatas hayan recibido los mayores insultos en las redes sociales. No es solo el sistema político el que los expulsa. Parece que un sistema más amplio de comunicación tampoco los quiere.

Hay algo así como una voluntad, extendida por doquier, de no disponer de comparativos razonables, de querer silenciarlos, reducirlos, condenarlos a la vida privada, a la irrelevancia. Es como si necesitáramos eliminar todo ejemplo de sensatez, para así justificar la desinhibición total de nuestra propia brutalidad, inconsistencia y primitivismo. Y no es verdad que el público no valore esas actitudes más argumentativas. Esa presencia serena y razonable le dio a Illa la mejor puntuación política. Ni es una exigencia del sistema político ni es una imposición del público. Pero entonces, ¿qué es? ¿por qué se van los que tienen capacidad de argumentar y se quedan los que sólo saben tirar ladrillos a la cabeza del que se les acerca?

Es un viejo misterio de la política española, y supongo que tiene su origen en ciertas formas comunicativas, en ciertas exigencias de colocar un titular en dura competencia por llamar la atención. Cuando uno se introduce en esta dinámica todos los días, sin duda debe esforzarse en dar codazos y aumentar la voz hasta perder el control. Pero este es un vicio de autorreferencialidad. Los actores solo tienen en cuenta lo que dicen otros actores, y no la recepción en la inmensa mayoría de la población. El bucle perfecto se cierra cuando los hooligans y los trolls de las redes sociales se entregan frenéticamente a generar ecos. El efecto es la producción de un sistema de comunicación que alimenta la barbarie.

Sin embargo, sabemos de ejemplos que utilizan los sistemas de comunicación a disposición de los actores políticos para generar la forma de visibilidad que buscan y desean al margen de ese frenesí. Intervenciones medidas, más o menos amplias, con propuestas concretas, con argumentos sólidos, pueden proyectarse más allá de su contexto inmediato y pueden articular la presencia pública más allá de los argumentarios y de los diálogos gruesos de los portavoces partidistas. Y lo que es más importante, un nuevo sistema de opinión se puede articular entre estos nuevos formatos de políticos en activo y los estímulos que se encuentran en estas personas razonables ya fuera de la vida partidista, pero dotadas de una vocación intelectual de servicio público.

Y esto es lo que las hace relevantes. Tras la bronca de las jefas y jefes de fila que nos tienen hasta el moño, bulle un hervidero de opiniones, artículos, libros, conferencias, debates, que muestran la inquietud de un segundo escalón de actores políticos en el sentido más noble del término, preocupados por el futuro colectivo, formado por miles y miles de personas activas cada una en su campo, cada una dotada de un radio de acción más o menos amplio, que constituyen la parte más consciente de nuestra sociedad. Por supuesto, rara vez descenderán a las maniobras tácticas, pero deberían nutrir a la clase política de mejores argumentos estratégicos que los que esgrimen día a día. Se trata de un segundo escenario, plenamente político, por el que circula buena parte de la inteligencia del país y que sin embargo no influye en el grotesco espacio de la farsa, que vive de espaldas a él.

La distancia entre estos dos escenarios, entre estos dos sistemas, es cada vez más amplia, pero nadie parece percibir esta creciente lejanía como un motivo importante que reclama de forma perentoria un ajuste de nuestra vida política. Sin embargo, si un partido atento quisiera reconectar con amplias demandas sociales, debería encargarse de recoger y organizar toda esa producción generosa, fruto del interés por lo común, y dotarse con ella de nuevas formas retóricas, más desplegadas para su recepción por la ciudadanía y menos pendientes de los portavoces del partido de al lado.

Así se podrían bloquear ciertas intensificaciones a las que se entrega el actor político cuando atiende solo a diferenciarse del otro. Sobre todo, impediría caer en la dinámica, que se percibe en tantos discursos, de confundir la mejor opción con la más radical, la más extrema, a un lado y a otro. En efecto, hay cierta inclinación a creer que la posición más radical es la más inatacable, la más segura y la más coherente. Esta tendencia satura pronto un tema de agenda, lo lleva lejos de las zonas mayoritarias de demanda, y convierte lo que parece más lógico en abstracto, en lo más difícil de seguir y de aceptar.

Lo hemos visto, por ejemplo, en la Ley de género. Por mucho que haya ciertos derechos que deben ser ejercidos desde el libre criterio del afectado, no se podrán generar, aceptar y reconocer como derechos generales sólo desde la mera exigencia del afectado. Algunas propuestas parecen argumentar desde esta lógica, que bloquea la dimensión pedagógica de la ley y le retira parte de su efectividad social en el caso de que algún día se instaure. De este modo se olvida que nada en la historia se conquista por asalto, ni el poder ni la transformación social, y que a veces la conquista del pico más alto es la garantía de soledad.