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Alfons García03

El que pierde, un día ganará

Bob Dylan.

Hace un año de tantas cosas. Hace un año del último viaje libre del miedo. Hace un año del último fin de semana de exposiciones y vida alegre. Hace un año de Rembrandt en Madrid. Y un año del último concierto de ciertas multitudes: apretones en la barra, codazos en las primeras filas, sonrisas que aún iluminaban. No es que el virus no estuviera, es que no lo queríamos ver. Ese fin de semana de hace justo un año ya había muerto alguna persona en España y en Italia había empezado a desbocarse la situación, pero queríamos pensar que por alguna extraña y mágica razón íbamos a quedar libres de la peste. 

Un año después, el rasgo más definitorio de esta epidemia es su universalidad: puede llegar antes o después, con más o menos carga vírica, pero no hay rincón donde esconderse. Ahora lo sabemos bien los valencianos. Parecíamos especiales tras la primera ola, con unos índices de la enfermedad que no llegaban ni a la mitad de la media española. Habíamos sido tocados por un ignoto privilegio. Y ahí está la tercera ola: febrero se ha ido con la vitola del mes más letal del año que vivimos temerosamente y son ya más de 3.600 muertes desde que empezó 2021, que representan más de la mitad de las de toda la pandemia en la Comunitat Valenciana. La baja inmunización a causa del paso débil del coronavirus en los meses anteriores, junto a los errores en una Navidad no suficientemente prohibida, han sido dos de los factores para llegar a tener la incidencia acumulada más alta en España. La enfermedad nos ha devuelto el miedo al cuerpo a base de golpes y titulares. El que llega primero llega tarde después, cantaba Bob Dylan. Los tiempos no paran de cambiar.  

Llora Heráclito. Los museos son de lo poco que nos queda en estos tiempos. El filósofo viejo llora en el lienzo oscuro de Ribera, porque la sabiduría significa llorar. Es una forma de compasión por los demás, por el sufrimiento ajeno. Quizá es la palabra más bonita del mundo. Padecer con el otro.

La chica coge la hamburguesa que sobró de la cena antes de volver a casa. El día despunta. Otra noche con el anciano enfermo. No ha sido la peor. Son solo unos pocos días a la semana, pero le permiten ir tirando. Incluso cuando le sale algo extra puede enviar un poco de plata a su país, tocado parece por un destino nefasto, donde los tiempos nunca cambian. Esta mañana le han ofrecido la hamburguesa. No le ha gustado decir que sí, pero ha dicho que sí. Con lo que paga del alquiler de la habitación para ella y su hijo sabe lo que es quedarse algún día sin comer. Y prefiere no hacerlo. Preferiría poder escoger entre el hambre y el orgullo, pero no está en esa situación.

La esperanza es el anhelo de que la vida cambia. A veces pasa. Las pantallas de casa han sido la puerta abierta a los sueños que nos han mantenido despiertos. Veo a Francisco Umbral: la construcción y disección de un dandi en una honesta película documental. Veo al intruso que siempre mira la fiesta de lejos, el de la infancia pobre, el que mira el mundo que le rodea sin que le pertenezca, pensando que en algún momento le dirán que se vaya, que no es su sitio. Vivir, escribir, es algo así: estar y observar como si te hubieras colado en un lugar que no te corresponde. El mundo es un orfanato, cinceló en letras Marianne Moore. Como a tantos, incomoda el personaje, el de la coraza. La película descubre cómo ser Umbral sin odiar a Umbral. La literatura es el mundo del cuento, de la impostura. Umbral ni siquiera era Umbral. Era el escritor sin origen conocido ni nombre verdadero. Su mejor personaje. Como tantos. El ser humano es un fingidor, un constructor de sueños que empiezan por uno mismo. 

Antes de salir del museo, la atención se para en un anciano en el lienzo, con la espalda desnuda y la columna vertebral marcando el arco de la vida. La fragilidad. El que sale perdiendo, un día ganará, cantaba Dylan. La esperanza debe de ser eso.

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