Un año más celebrando y reivindicando. La celebración del 8 de marzo casi parece formar parte del equilibrio político e institucional (sin o con manifestaciones) de nuestra época. Todo el mundo la espera. Todas las instituciones preparan discursos y parece que, aun con algunos cambios, todo sigue igual. Sin embargo, este no es un año más. Desde poco después del 8 de marzo de 2020 hemos entrado en una pesadilla de la que aún no hemos logrado salir. Pero desgraciadamente no es una pesadilla. Es una realidad que nos habla si queremos escucharla.

Muchas de nosotras confiábamos en que la pandemia iba a generar una crisis socioeconómica y de valores de tal calibre que nos llevaría, irremediablemente, a evidenciar que un nuevo paradigma social es necesario. Cuando empezamos a hablar de servicios esenciales y en ellos se contaba la sanidad (por supuesto) pero también los supermercados, la limpieza, ocuparse de las personas que vivían solas -todos ellos sectores feminizados- pensamos que por fin había llegado la hora; se evidenciaba la necesidad de tener una sociedad que priorizara los cuidados. También lo pensamos cuando fue evidente -para personas y especialmente hombres- que compatibilizar la vida familiar, laboral y personal es en la práctica altamente complejo y que entraña doblar jornadas imposibles (trabajos también feminizados).

También se mostraba otra paradoja: algunos de los trabajos más precarizados son, en situaciones críticas, los más importantes. Son los que mantienen la vida. La bolsa de valores en cambio no lo es. Aprendimos (ensayamos) a vivir con menos. Consumiendo menos. Analizando que era lo necesario. Dejamos de viajar a países exóticos y pudimos seguir viviendo.

Desgraciadamente nuestra salud emocional ha sido muy golpeada por esta nueva normalidad pero por otro lado parecía que se había puesto de relieve la importancia de las relaciones afectivas, el contacto humano, como aspectos también imprescindibles. Otras señales esperanzadoras desde el punto de vista ecológico eran la evidencia de la mejora de la calidad del aire que respiramos por el menor uso de coches y menor tránsito de aviones como también la evidencia de que la solidaridad y la comunidad (en el sentido comunitario de la palabra) es la única forma de salir de la pandemia.

Todas estas, esperanzas feministas. Algunos cambios imprescindibles para habitar el mundo desde el feminismo. Algo que intentamos desvelar desde hace mucho tiempo. Sin embargo, no ha pasado. No ha cambiado nada. Mejor dicho, sí ha cambiado. Las mujeres estamos en mayores cotas de desigualdad que antes de la pandemia. La precarización laboral y la pérdida de empleos ha hecho mella especialmente en las mujeres justamente por la feminización de los sectores más golpeados. Por otra parte, se ha instaurado el teletrabajo sin límites ni normas que vuelve a colocar a las mujeres dentro de casa a expensas de los confinamientos en las escuelas porque los gobiernos no han querido prever el impacto de esta no actuación en las mujeres.

Las pugnas políticas siguen revistiendo la misma lógica que antes. El cambio climático tampoco ha pasado a ser una prioridad y el aumento en el índice de suicidios durante esta pandemia no ha sido un tema en la agenda. La finalización de la pandemia está y parece que va a estar centrada en las vacunas que -aun siendo muy necesarias- van a enriquecer a los de siempre. Y, en cambio, ¿nos planteamos que lecciones hemos aprendido?

Por eso creo que este 8 de marzo requeriría un reset. Una reflexión profunda. Por parte de todos y todas las agentes sociales. Transcender hacia una sociedad feminista implica todo lo comentado anteriormente y mucho más. Si la necesidad de una solución global para una pandemia global que nos iguala a todas y que requiere de la colectividad como mirada no es suficiente para cuestionar el sistema en el que vivimos, ¿qué lo será?

Las mujeres tenemos cada vez más voz, pero queremos que nuestra voz sea, no solo escuchada, sino que pueda liderar un mundo mejor, distinto, humano. No solo para las mujeres. Para la humanidad. Dejemos de aceptar que el mundo esté en manos de unos pocos privilegiados (así, en masculino, sí). La lucha feminista debe ser también la lucha por la justicia social y ecológica.