Subrayaba Julio Monreal el otro día, en estas mismas páginas, la aparente desproporción de las tareas policiales y judiciales que llevaron a Jorge Rodríguez y a una parte de sus directivos a una detención de fuegos artificiales y ‘mascletá’ primero y a la petición de la fiscalía de ocho años de cárcel después, acusados de contratar irregularmente a una serie de cargos de confianza en la Diputación de Valencia. Cualquier espécimen valenciano, de derechas o de izquierdas, partidario de los ovnis o fan de Montaigne, que haya estado observando la actualidad política de este país en los últimos treinta o cuarenta años sin excesivos prejuicios, se preguntaría lo mismo. Monreal recordaba el abundantísimo catálogo de asesores de Barberá y Lizondo en el Ayuntamiento de València, cuando los votos les unieron en el gobierno del ‘cap i casal’. Pero esa misma nómina, elástica como un chicle, se desparramaría por las almas y las administraciones de todo el universo contenido en este trozo de España e incluso por toda la España entera, la verdadera, que no la de Merimée. ¿En la diputación? Por Dios. Habría que desempolvar la bendita memoria de esa santa casa para concluir que Rodríguez y los demás son unos espíritus cándidos destinados a vagar por el paraíso eterno, disquisiciones jurídicas al margen, a poco que establezcamos analogías con el pasado o repasemos la historia cotidiana de la institución provincial desde las mitades del siglo XIX en cuanto al área laboral se refiere. ¿Qué está sucediendo, pues? Dicho a lo bruto: que estamos pagando el pato de los años anteriores, cuando la política se dilucidaba en los juzgados y estallaban los casos de corrupción casi al unísono. Esa convulsión, nunca vista, ha legado dos consecuencias fundamentales. La primera es que la administración y la política han entrado en estado de hibernación. Ambas se curan en salud ante cualquier desacierto, error o desmán -los límites administrativos no siempre son precisos, a veces parecen ontologías hegelianas- y la oposición anda ojo avizor día y noche ante cualquier sospecha de haber aplicado con inexactitud alguna resolución o comentario que pueda relacionarse con alguna figura jurídica inmersa en los variados códigos legales con que la sociedad decidió superar su estadio selvático (¿qué son el Código Civil o el ‘corpus’ administrativo, sino un esfuerzo civilizatorio en la evolución humana?). Aquí los gestores políticos han empequeñecido y se ha engrandecido la figura del alto funcionario. Entre ambos hay una dialéctica difícil.

La segunda derivada se refiere al nuevo alineamiento de los poderes. La política, frágil, ha perdido terreno frente a los estamentos y aparatos del Estado -sus ‘rivales’ en los sistemas democráticos- y en ese nuevo equilibrio el mundo judicial ha ganado peso, ha ensanchado su espacio y ha emergido como el nuevo arbitro moral. La política ha perdido pie. Dejemos ahora el análisis de las causas. ¿Y qué esperaban los políticos? Han sido ellos los que han ‘reivindicado’ el protagonismo de los ámbitos judiciales en el imaginario de la calle a fuerza de ‘judicializar’ la política y las cuestiones sociales preguntándoles su opinión sobre cualquier episodio de la actualidad ciudadana (estos días, en lugar de consultar a los filósofos, les han solicitado también a los magistrados que respondieran a una pregunta crucial, digna de Kant o de Hume: ¿qué es más importante, el derecho de reunión o el derecho a la vida? Han de tener paciencia los jueces. ¿Puede haber conquistas civilizatorias sin vida? Ni las amebas pueden organizarse si no viven). El caso es que el eje moral se ha desplazado, como decía, y la política ha difuminado su autoridad en beneficio de las esferas judiciales, que han acrecentado su ascendencia y supremacía. A jueces y fiscales continúan solicitándoles que esclarezcan circunstancias no solo sociales, sino científicas o pandémicas. Llegará un día en que alguien irá a los tribunales para paralizar la vacuna de Oxford por contener el virus atenuado de un mono o conminará a los magistrados a que determinen si el binomio de Newton es correcto o no. La pérdida de crédito de la política es inversamente proporcional a las ganancias en sudor, esfuerzo y responsabilidad (una responsabilidad que a veces excede sus márgenes para conectar con el lenguaje de la ciencia) de los magistrados, que se han de multiplicar. También se ha diluido la fe en la potestad del aparato administrativo, ‘tocado’ por el clima enrarecido de los últimos años.

Los atajos. El historiador Tony Judt, cuando analiza el brutal crecimiento italiano de los años 50 y 60 con la Democracia Cristiana en el poder subraya que, al mismo tiempo, la corrupción estaba desbocada. Y dibuja la causa estructural del problema, al margen de otras cuestiones anexas. Una administración burocratizada y fósil, lentísima, era incapaz de absorber la demanda creciente de la sociedad civil; trámites, licencias, proyectos y planes dormían el sueño de los justos. La calle, por tanto, buscaba atajos. Y los atajos formaban el sistema nervioso central de la corrupción. A partir de ahí, todo funcionaba alrededor del atajo. Todo, y todos. Algo así como el ‘vuelva usted mañana’ español y castizo, pero con la música de Andreotti y antecesores. (Hablando de atajos. Digo yo que si se ven en un saloncito, alrededor de unas pastas y un café, los próceres de Bankia y Caixabank para sentar las bases de una futura fusión, ¿no será esto un atajo? ¿Hay alguna figura jurídica que diga algo al respecto? ¿O habrá que plantear a partir de ahora la fusión de bancos y empresas por registro de entrada? Lo desconozco todo sobre el asunto. Aunque nunca se sabe. Como decía Nietzsche y recordaba el otro día un viejo profesor, «no hay hechos, hay interpretaciones». Así que estamos todos jodidos. Cualquier genocidio y cualquier ‘limpieza de sangre’ surge de una interpretación).