La presencia este 8M de Pedro Sánchez en el Ministerio de Igualdad, arropando a su titular, la podemista Irene Montero, tenía como objetivo transmitir una imagen de unidad del Gobierno en la celebración institucional del Día de la Mujer. No era un intento vano, porque los meses previos han estado cuajados de agrios enfrentamientos por la distinta manera que socialistas y podemistas tienen de aproximarse a algunas políticas feministas y por la lucha entre los dos partidos por la hegemonía de ese movimiento. Unas disensiones que proyectan a la sociedad una idea penosa de la coalición. La misma imagen lamentable que transmiten los dos partidos con discrepancias públicas sobre la forma de Estado, el debate sobre si es o no plena la democracia española o disputas sobre los alquileres. Pero en este caso, se trata de unas políticas, las feministas, que están en el frontispicio del Gobierno de coalición progresista, que además tiene entre sus objetivos que las acciones igualitarias impregnen todas sus actividades.

Se trata, por tanto, de un tema de trascendental importancia para el Ejecutivo de Sánchez y para cada uno de los dos partidos que lo conforman. Quizás, por eso, a los socialistas les costó tanto ceder a Unidas Podemos las competencias en igualdad, que quería conservar para sí la vicepresidenta primera, Carmen Calvo. El PSOE fue el primer partido que asumió, allá por los años 80, las reivindicaciones del feminismo, gracias a la insistencia de sus mujeres y a pesar de la resistencia de sus varones, y a sus gobiernos se les deben los avances en la materia: las dos leyes del aborto, la ley integral contra la violencia de género, las listas cremallera y otras muchas.

Pero ahora que el movimiento feminista se ha transformado en un movimiento de masas, sin aparente liderazgo político, como demuestran las multitudinarias manifestaciones de los años anteriores, Unidas Podemos disputa ese liderazgo a las socialistas, que se resisten a dejárselo arrebatar. Como se niegan a admitir algunos conceptos más radicales, como los incluidos en la ley trans de Irene Montero, que ha encontrado la oposición del movimiento feminista clásico, que considera que -más allá de cuestiones como que una simple declaración expresa sirva para determinar el género- la equiparación entre género y sexo pone en riesgo logros y leyes contra la desigualdad. «Si el sexo es irrelevante a nivel jurídico, todas las políticas para combatir la desigualdad estructural que padecemos las mujeres se tornan irrelevantes», decían en un manifiesto veteranas feministas.

Es un debate conceptual, casi filosófico, pero que puede tener consecuencias en la aplicación de las leyes contra la violencia de género o de igualdad. Está teniendo, desde luego, consecuencias en el debate dentro del movimiento feminista, y no solo en España. Pero aquí la intransigencia en las posiciones de PSOE y Unidas Podemos está impidiendo la búsqueda de un consenso para el proyecto de ley, que Calvo tiene bloqueado, y que, en ese cruce de puñaladas, ha llevado, por ejemplo, a los podemistas a tratar de sabotear la ley de igualdad de trato (ley Zerolo), que propuso el PSOE. Pero, más grave, esa bronca está marginando el debate sobre cómo las mujeres siguen soportando la peor parte de la crisis sanitaria y económica, con más paro, más precariedad laboral, más brecha salarial y más abandono del trabajo para cuidar. La imagen de unidad que han tratado de trasladar este 8M no debería ser solo una tregua, por el bien de las mujeres, de los trans e incluso del Gobierno.