Resistieron los ataques furibundos de algunos obispos a fines del siglo XIX, que consideraban blasfemas estas fiestas; soportaron la suspensión de 1896 por el conflicto en Cuba; aguantaron los bombardeos franquistas que obligaron a cancelar los festejos durante los tres años de sangrienta guerra civil; y ahora han sido víctimas de una brutal pandemia que ha arrasado con todo tipo de celebraciones multitudinarias. Pero las Fallas se han sobrepuesto siempre a las adversidades porque su esencia radica precisamente en ese resurgir de las cenizas de la noche del 19 de marzo, en ese constante y tenaz volver a empezar para plantar de nuevo los ‘ninots’ al año siguiente, en ese empeño del rito de quemar los restos del invierno y saludar la llegada de la primavera. No se trata de literatura, sino de una realidad que se plasma en las calles de la ciudad de València y de tantas otras localidades desde hace cerca de dos siglos.

Ahora bien, es muy cierto que el golpe del terrible coronavirus ha sido un mazazo para miles y miles de valencianos, un cataclismo que afecta a los bolsillos y a los sentimientos, a la economía y al ánimo. Artesanos falleros, pirotécnicos, floristas, músicos, fábricas textiles y un sinfín de otros sectores, cuyos principales ingresos a lo largo del año dependen de las Fallas, se hallan en estado de coma por una epidemia asesina. No sirve de consuelo, pero el terrible bicho ha forzado la lógica suspensión de cualquier espectáculo masivo, desde la Feria de Abril a los Sanfermines o la Semana Santa. Todo ello ha agravado aún más la ruina de las economías festivas que, armadas de razón, exigen ayudas a las instituciones públicas.

A pesar de ello, los falleros han comprendido, desde aquella abrupta suspensión de la fiesta en marzo del pasado año, que la sociedad entera estaba obligada a sacrificios para preservar el derecho más fundamental: el de la salud y la vida. Sin egoísmos y con esa solidaridad vecinal que caracteriza lo más admirable de la fiesta, las comisiones han reinventado sus actividades para suplir con imaginación la ausencia de ninots en las calles. Tal vez esa conciencia de la gravedad de la situación sólo se haya resentido con la negativa de muchos consejos escolares a mantener las clases durante la semana fallera, una postura inexplicable que desafía las advertencias de los expertos y que ojalá no signifique un nuevo repunte de contagios.

Entretanto, iniciativas como la de Turismo de Valencia (’Més fallers que mai’) demuestran que las Fallas siguen vivas a través de los comercios, de los proyectos digitales o del envío de flores. Sin duda alguna, las Fallas renacerán de nuevo y la pandemia servirá para recordarnos que esta tradición, patrimonio inmaterial de la Humanidad, va más allá de los monumentos y del programa de festejos de marzo. De hecho, la tupida red de las comisiones se extiende al teatro, los deportes, la música o las exposiciones que convierten a muchos casales en auténticos centros sociales de los barrios. En la València pospandemia quizá los hechos impongan una cierta reinvención de unas Fallas que volverán a plantarse con más ilusión que nunca.