Susurraba Pedro Salinas en su poema La memoria en las manos que «en una piedra está la paciencia del mundo, madurada despacio». Una paciencia macerada en el agua de millones de temporales, rocíos y nevadas, y alumbrada por el ardiente y constante sol del Mediterráneo. Las piedras, como la piel, forman parte de nosotros, de nuestra cultura, de nuestro hábitat, de quienes somos y de donde vivimos. Nos rodean y nos dan cobijo. Adoro las piedras. Me gustan porque amo lo que subyace debajo de ellas: las raíces. Y las ansío sin distinción. Me gustan las piedras de playa y la pedra seca, la de los riu-rau y las de las fortalezas, las de las trincheras y los molinos, porque forman parte de nuestro ADN, oscilante. siempre y contradictoriamente, entre el cudol y la arena fina del mar.

Cuando hace ya muchas semanas que nuestro obligado perimetraje nos hace danzar cual peonzas entre Vinaròs a Orihuela y de Ademuz al cap-i-casal saltamos a caminos, sendas y costeras con La Terreta, un proyecto cocido a fuego lento con el objetivo de acercar a lectores y lectoras nuestras mejores piedras, sean las que integran parques naturales, fortalezas y castillos, o aquellas que encontramos en un sinfín de parajes urbanos o en playas infinitas.

Cada sábado, este suplemento les ofrecerá caminos para hacer en solitario o con compañía; les acercará a los parajes más cercanos y, en ocasiones, tan distantes; les abrirá el telón de localidades a las que escaparse del piloto automático que, implacable, nos atenaza día a día y poder conocer nuevos paisajes, nuevos escenarios, nuevos entornos que, aunque desconocidos, siempre forman parte un poco de nosotros mismos. Quizás ahora es el momento de ir hacia adentro, hacia lo que somos, y que nunca ha estado lejos. ¿Nos acompañan?