Los madrileños han conseguido entrar en el listado de neologismos absurdos que se están sembrando cada día en todo el país y lo ha hecho en el momento de mayor devaluación de las fobias. Especialmente curioso es el caso de acordar a Madrid una identidad nacional propia que no tiene. Sí existe un orgulloso nacionalismo madrileño, está hecho como todos: con ideas comunes y mitos que nada tienen que ver con la realidad.

El nacionalismo madrileño cuenta con unas reglas, mínimas, que acreditan al poseedor el ‘charme’ de ser más nativo que otro. Esto no constituye un valor añadido a nada, pues ser madrileño-madrileño no aporta más ventaja que la de poderlo exhibir a partir de la quinta o sexta caña.

Para conseguir ese sólido sentimiento de grupo es mejor hacerse del Madrid o del ‘Atleti’. Engloba todos los sentimientos patrios que los españoles conocemos: ser de los ricos o de los pobres. Añádase la consabida posibilidad de ser pobre o progresista y seguidor del equipo de los ricos. O ser rico o de derechas y seguidor del equipo popular. Aunque estadísticamente es mejor ser del equipo campeón, porque sales más a celebrarlo, las celebraciones fetén las organizan los colchoneros cuando pueden humillar a sus adversarios.

En cuestiones de eugenesia, basta con demostrar ser descendiente de tres generaciones de madrileños para condecorarte como gato. Pero contrariamente a lo que sucede en otras comunidades esto no implica ser descendiente del Imperio Romano o de alguna horda invasora de la Edad Media. Tampoco significa pertenecer a la línea genealógica de los gentiles apellidos, porque en Madrid todos los nobles eran de provincias o poseían tierras y bienes en algún otro lugar bien alejado del arroyo Meaques. No existe nada más madrileño que la monarquía, si bien prácticamente ningún rey conocido ha pasado más tiempo en Madrid que en otras latitudes y sus orígenes disten mucho de ser hispánicos.

El madrileñismo pasa obligatoriamente por pertenecer a esas clases orgullosas de las zarzuelas: modistas, gentes del mercado, cocheros, tunantes y algún funcionario con uniforme y poco texto en la obra. Aunque al madrileño de pro se le llama paradójicamente castizo, casta racial creada por el Imperio Español durante la colonización de América para clasificar a las personas que tenían antecesores europeos. Hasta 1865 no se abolieron en España las pruebas de limpieza de sangre para los matrimonios o para ingresar en la educación religiosa superior. Y apunta: aun faltarían cinco años para que la pureza de sangre dejara de ser un criterio para la admisión a cargos de profesor o en la administración pública.

Para ser madrileño basta con adoptar la costumbre de la caña y el rápido exabrupto diciendo lo que se piensa, que es un privilegio de los peones de albañil, tan alejados del cosmopolitismo. El hábitat de sus indígenas se sitúa en barrios como Lavapiés, cuna de la majeza y la manolería hasta su gentrificación. Y la famosa chulería no proviene como muchos creen de sentirse el centro de un imperio, sino de una megalomanía inocentemente pueblerina, práctica y cultural de pertenecer a un barrio con la absoluta abstracción de todo lo que haya fuera. Y eso nos puede pasar a cualquiera.

Cuando el madrileño muestra con orgullo sus símbolos te enseña La Cibeles, una diosa que nadie sabe de dónde vino; el Palacio Real, obra del turinés Juvara; la castiza osa que Carlos I, nacido en Gante, otorgó al pueblo de Madrid como emblema de la capital del imperio y que luego Felipe III, que sí nació en Madrid, cambiaría por un dragón, símbolo que se usó durante más de 300 años.

Quejarse de la madrileñofobia solo sirve para clamar por resarcimientos y contentar a los votantes analfabetos que creen que son secretamente envidiados por su privilegiada ubicación o públicamente engañados con precios basados en el tipismo cuando les traen la cuenta de la paella.

Y en el fondo no es más que aquel grito desesperado que dicen dio en su agonía el historiador Michelet: «¡Mi yo, que me arrancan mi yo!». Yo soy el centro del universo, en mis angustias supremas, donde mis generalidades se convierten en pasiones y donde los mundos se hacen yo, mi yo, y mis yoes. Maten de una vez a su llorona soberbia y rueguen porque Dios nos pille a todos confinados.