Parece como si las primeras décadas del cambio de milenio fueran también las de los nuevos miedos. No es el primer caso. Cuando se avecinaba el año 1000, surgió un fenómeno social conocido como milenarismo. En aquel momento se presumía la llegada del fin del mundo. Una presunción que condujo a pavorosos sermones, rigoristas manifestaciones religiosas y dolorosas expresiones de contrición.

Por el contrario, la transición al nuevo milenio, salvo por el inexistente y ya olvidado ‘efecto 2000’, se produjo con algunas fricciones de baja intensidad que formaban parte de lo conocido. Ninguna causa motivó una conmoción generalizada. Ha sido en el transcurso de las dos primeras décadas del siglo XXI cuando han surgido hechos singulares que no guardan relación entre sí, salvo la de provocar la emersión de nuevos y potentes miedos. El 11S, la crisis económica de 2008, la pandemia de 2020 y los ardores tóxicos del iliberalismo han removido las aguas de aquel mundo presuntuoso que, desde 1989, parecía haber fijado la presencia de un único líder mundial y de una ideología económica y política vencedora.

El siglo XXI, además de los indicados, nos ha señalado otros vectores de desasosiego. Así ocurre con la intensificación del cambio climático y de las migraciones, las nuevas guerras regionales y la pérdida de control sobre los efectos indeseables de los avances tecnológicos, incluidos el ciberterrorismo y la posible recomposición de un mercado de trabajo con ganadores y perdedores: todos ellos añaden su carga amenazante a la aportada por los riesgos subsistentes del siglo pasado; entre estos, la dispersión de la amenaza nuclear, las tensiones aparentemente religiosas que desembocaron en guerras territoriales fratricidas y la desigual distribución del crecimiento demográfico y económico.

Las anteriores inseguridades, de reconcomernos todos los días, podría conducirnos al inmovilismo o al nihilismo. ¿Para qué movilizar nuestras energías en busca de un propósito de vida o de una convivencia reparadora si penden sobre nuestras cabezas temibles espadas de Damocles agitadas por el azar? Sencillamente: porque es lo que nos hace fuertes ante las loterías naturales y sociales; y es así por el singular método de supervivencia del género humano que, superando el aplicado por otros seres vivos, se desliza sobre la inteligencia y al efecto acumulativo del talento.

Ninguna estrategia de supervivencia se aproxima, ni de lejos, al grado de sofisticación con que el ser humano resuelve sus problemas, superando su dimensión personal, familiar y tribal. Lo hace dirigiendo su talento y empatía a la creación de relaciones, normas, instituciones y modelos compatibles de vida que buscan neutralizar los intereses contrapuestos. Una posición en la que las distintas partes se sientan ganadoras y, por lo tanto, mutuamente beneficiadas por el pacto alcanzado, ya sea explícito o implícito, directo o mediado.

Lo expuesto no significa que podamos relajarnos en la confianza de que se resolverán, inercialmente, los problemas y contradicciones del siglo XXI. Ante una amenaza, es la fortaleza y extensión de las interdependencias construidas, el acervo acumulado de acuerdos y la inteligencia los que deben intervenir como colchones pacificadores. Una acción proactiva compleja que implica la consecución de una extensa cadena de pactos. Pactos sobre objetivos, recursos y reglas de gobernanza; pactos que pueden afectar al conjunto de la humanidad y, simultáneamente, a grupos e individuos concretos. Basta fijarse en los grandes objetivos del Acuerdo de París sobre el cambio climático y la relación de necesidad que guardan, entre otros, con el uso de vehículos eléctricos y el autoconsumo residencial de la energía solar. El éxito de lo general se ancla en lo individual. Así lo hemos aprendido, asimismo, durante la pandemia de la covid.

Es la multiplicación de estas conexiones sinápticas, enlaces entre lo global y lo local o personal, la que acentúa la necesaria y simultánea presencia de un filtro ético de los cambios y soluciones que emergen de las relaciones entre los poderes, del avance científico y de la organización de su aprovechamiento: para evitar la creación de nuevas desigualdades y su desplome sobre grupos sociales especialmente debilitados. Un talento con principios, para que la aplicación de la inteligencia no se disuelva en consecuencias ayunas de valores coligados. Avanzar es humanizar.