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Olga Merino

Mi casa es mi castillo

Sobre la reclusión doméstica, el acceso a la vivienda de los jóvenes y los "no-lugares"

Sábado, 6 de febrero. Mediodía. Cuando salgo del súper cargada de bolsas, en la acera de enfrente se ha formado un corrillo de transeúntes que miran hacia arriba, hacia los pisos superiores del edificio: un perro se ha caído por el balcón. ¿O se ha tirado al vacío? A la espera de que llegue la Guardia Urbana para el atestado (o lo que sea), el pobre chucho yace en el suelo; no se mueve ni parece respirar. Tampoco hay rastro de sangre. ¿Estaría enfermo de tanta reclusión? ¿Se suicidan los perros? Ya de noche, engancho en la tele la película Anna Karenina, con la bellísima Keira Knightley de protagonista. Muy bien resuelto el final: en lugar de mostrar la muerte de Anna —otro suicidio— mediante un planteamiento realista, el director la ha situado en la tramoya de un teatro, con actores inmóviles como maniquís, entremezclados con imágenes oníricas, de trenes, raíles y miradas de hielo. Es el juicio de los demás lo que mata a la heroína de Tolstói.

Más tarde. A las dos y media de la mañana, en las profundidades del sueño, me despierta un ruido extraño en la ventana, como si las ramas del ficus estuviesen arañando el cristal, un susurro vegetal al que siguen, de repente, golpes atroces, un embate tras otro, cada vez con más saña, contra la puerta del balcón. Salto de la cama, grito, prendo las luces: un individuo ha trepado por el andamio de la fachada y pretende entrar a patadas en el piso. Por fortuna, se asusta al verme y huye, descolgándose por los hierros de la estructura. Los latidos del corazón tardan en acompasarse. Trankimazin. El conato de asalto me deja una desazón, un hueco en el pecho durante días, tenaz, porque ahora, más que nunca, las cuatro paredes circundantes, el nido de cada uno, se han convertido en Fort Apache. «Mi casa es mi castillo», como dicen los ingleses.

Lunes, 15 de febrero. En el AVE, con la FFP2. La vista, acostumbrada al cautiverio urbano, a la distancia corta, agradece la sucesión de kilómetros, horizonte y paisaje mustio a través de la ventanilla. Cielo azulísimo en Madrid, temperatura casi primaveral. Atocha, la plaza del Callao, Chueca. La ciudad parece envuelta en una atmósfera más optimista que la de Barcelona, aunque tal vez sea la mirada, libre del encierro, la que proyecta regocijo sobre las calles y las gentes. El hotel, a medio gas, más despersonalizado que nunca, como una cápsula espacial: los desayunos del bufet protegidos por papel film, ni una Coca-Cola en el mueble bar. Cena y charla agradabilísimas con una amiga en una terraza. ¿Serán los bares abiertos lo que atenúa la pesadumbre? Desde luego, el cierre de la hostelería, de cafés y tabernas, acucia la sensación de enervante espera, de vida empantanada. Como dice el antropólogo francés Marc Augé, «el ‘bistrot’ es la medida del tiempo: porque tiene sus horas de apertura y cierre (la tristeza de quien apura su última consumición aferrado a la barra como a un salvavidas, con el ruido de sillas que se ordenan y apilan de fondo…), porque tiene su respiración diaria, entre las horas punta y los minutos de descanso».

Domingo, 7 de marzo. Han amainado las algaradas. Salgo a caminar. Una pintada fresca sobre un muro: «La joventut és allò que passa mentre estudies, curres i no pots fotre el camp de casa». Razón no les falta a los jóvenes en el último aserto, en una ciudad gentrificada, de alquileres estratosféricos, y en un momento en que la pandemia dificulta las posibilidades de emanciparse. Los chavales no pueden aspirar a su «castillo» en el país con la tasa de paro juvenil más alta de la zona euro (40,7%). Hay rabia en la calle. Entre los ingredientes que alimentaron los disturbios de los últimos días, por el encarcelamiento del rapero Hasél, palpita la frustración acumulada de una generación castigada por la crisis y la falta de expectativas de futuro. Pero, ¿los contenedores en llamas?, ¿los saqueos de los comercios?, ¿las agresiones? Qué manera de arruinar una protesta legítima.

Miércoles, 10 de marzo. Cola soviética frente al Aldi recién inaugurado. ¿Serán las ofertas? ¿El imán de la novedad? Un supermercado es un «no-lugar», otro concepto de Marc Augé; es decir, un espacio, como los aeropuertos, las autopistas y las habitaciones de hotel, transitorio y anónimo, despojado de identidad e historia, donde las relaciones interpersonales son nulas. Bajar por el pan se ha convertido en una alternativa de ocio, en el hito de los días que se suceden sin socializar, sin apenas contacto humano. El coronavirus ha desquiciado aún más la sobre modernidad.

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