En un país llamado España, en 1978, siete políticos de distintas ideologías se sentaron a la misma mesa y lo hicieron con denuedo, sin miedo, sin rencor, con elegancia y también con la esperanza de llegar a un acuerdo que abriera puertas de esperanza al futuro y las cerrara a un pasado de desquites y resarcimientos. El trabajo fue arduo y la paciencia inmensa ante la zozobra que imponían las profundas diferencias ideológicas que descollaban en quienes asumieron la tarea de consensuar una Constitución democrática que pusiera punto y final a una prolongada dictadura.

Transcurridas más de cuatro décadas, me he sentado en el rincón de pensar y he concluido lo ardua que sería hoy la tarea de encontrar un septeto similar, al menos si hubiera que buscarlo entre el elenco de políticos que actualmente ocupan cargos tanto en instituciones como en sus respectivos partidos. No dudo que en algún lugar habrá siete personas —sin duda muchísimas más— respetuosas, inteligentes, cultas, negociadoras y con capacidades próximas al talante de aquellos ​Padres de la Constitución​. Pero, sinceramente, no se me ocurre dónde encontrarlos. 

Se ha generalizado la convicción de que el nivel de los políticos actuales es muy bajo, y además se les afea que se hayan profesionalizado hasta límites excesivos. No es infrecuente encontrar a hombres y mujeres de cualquier edad y extracción social que jamás han tenido un trabajo más allá de la política, una singularidad infrecuente en los estadistas que hicieron posible la transición a la democracia, y cuyos orígenes se encontraban tanto en el franquismo como en la oposición clandestina, el ámbito sindical, o bien en el exilio del que acababan de regresar.

Tiene su lógica que —como en cualquier otro trabajo—quien se dedica a la ​​res publica aspire a medrar en el singular mercado laboral donde su partido le emplea. Es notorio el ambiente de corporativismo que une a los políticos más allá de sus diferencias ideológicas, motivo por el que algunos les confieren la condición de casta y les censuran que vivan en una realidad paralela a la del resto de los mortales, en la que la conexión con sus votantes deja de ser fluida cuando finaliza cada campaña electoral. Tal vez lo ideal fuera que la dedicación a la política se limitara a prestar un servicio temporal, efímero y hasta altruista si así lo permitieran las circunstancias, pero no un ​modus vivendi​​​ vitalicio, sin embargo, las utopías no se suelen llevar bien con la ​res publica​​.

Regresemos a la cuestión planteada en el titular y consideremos la tendencia natural del ser humano y de su memoria a enaltecer lo bueno del pasado. Aprovechemos y reflexionemos también acerca del mal momento que atraviesa la credibilidad que inspira la clase política actual. La condición del ser humano tiende a sobrevalorar el pasado y a recurrir a la nostalgia como salvaguarda de una realidad que a veces le es difícil de aceptar como sucede con el recelo y la desconfianza que los políticos despiertan en la población, un desencanto que empeoran los casos de corrupción que embarran la honestidad de quienes deberían ser unos intachables servidores públicos. 

Es difícil desprenderse del cliché de que «cualquier tiempo pasado fue mejor». Ante tal aseveración, se impondría matizar primero qué es lo que entendemos por mejor y por peor​​. Si como mejor​ interpretamos la ausencia de partidismos, extremismos, fanatismo, codicia, individualismo y ansias desmesuradas de poder, probablemente estaríamos en lo cierto al afirmar que los políticos de la Transición fueron mejores que los actuales, al menos en lo que atañe al ​sentido del Estado​​​ y a su capacidad negociadora para llegar a acuerdos otorgando prioridad al bienestar colectivo por encima de cualquier otro.

Sin embargo, encomiar el pasado predispone a mitificar la realidad y se impone ser objetivos al considerar que aquellos políticos de finales de los setenta y principios de los ochenta tuvieron que enfrentarse a situaciones excepcionales (un golpe de estado incluido), haciéndolo además con una precariedad de medios y una falta de preparación que les obligó a improvisar muchas veces debido a su inexperiencia. No sería justo ignorar la ​buena voluntad​ de aquellos hombres y mujeres recién incorporados a un sistema democrático, pero sólo la buena voluntad no es un mérito suficiente para que consideremos ​mejores ​a aquellos políticos. Los políticos de la transición  hicieron lo que estuvo en sus manos para dejar atrás el franquismo e instaurar la democracia, pero en muchos aspectos adolecieron de preparación y capacidad de gestión debido a su inexperiencia, un hándicap que más que menoscabo les confirió grandeza, pero no más allá de lo que aconsejaría el rigor histórico. No obstante, a pesar de la objetividad que he intentado imprimir a mis reflexiones, mi fuero interno se decanta a favor de aquellos políticos de una etapa en blanco y negro que, siendo yo muy joven, viví con una ilusión que hoy no me transmiten los líderes actuales de ninguna tendencia política, una estirpe profesionalizada en un elevado porcentaje de sus miembros, inmune al sonrojo y a la vergüenza, y proclive a actitudes y comportamientos carentes de clase y estilo, cuando no de empatía con las necesidades más acuciantes de quienes viven en el mundo real