Muchas horas de mi infancia las pasé mirando a través de los cristales de un autobús escolar que recorría la comarca hasta llevarme a la partida de les Canyades de Picassent, donde aprendí casi todo lo importante de la vida o, al menos, de qué iba la cosa para que no me pillara con la guardia baja. Todavía con el desayuno oscilando en mi garganta, al otro lado de las inmensas ventanas salpicadas por el letrero ‘Romper en caso de emergencia’ veía pasar paisajes de todo tipo, desde un mar de tarongers, almendros, pinos, oliveres y garroferes, sin duda alguna mis preferidas ya que eran fáciles de escalar incluso para una niña como yo, nada agraciada con el envidiable don de la agilidad.

Intentando subir y bajar garroferes -y aprendiendo algunas cosas más- fui creciendo, pero siempre fui consciente de que mi paisaje interno oscilaría entre l’horta y el secà y que mi pueblo sería Torrent pero también lo serían Alaquàs, Sedaví, Picanya, Alcàsser y todos los municipios que conforman l’Horta Sud, en los que me sentía y me siento, como pez en el agua. Ir a un colegio más allá del término amplió mis límites mentales y aunque dificultaba tener amigos con quien salir a jugar una vez de vuelta a casa, esa certeza de sentirse parte de un todo más amplio no me ha abandonado jamás. Me gustan las historias que subyacen en los pueblos, el rastro que el tiempo ha dejado en su patrimonio y disfruto recorriendo calles, plazoletas, huertos y riachuelos.

Mucho de lo que veía entonces ya no existe y pinos, almendros y llentiscles han desaparecido para que de sus raíces broten chalets y piscinas. Pero todavía hoy, cuando quiero quedar con un buen amigo de Alaquàs nos decimos ‘Posa dia, hora i garrofera’ y con eso ya es suficiente.