Mi casa en Palma la flanquean una pequeña panadería en una esquina que reparte olor a pan recién horneado y ensaimadas de 7 de la mañana a 10 de la noche. En la otra, una celosía vestida de jazmines en el summum de su exhalación justo cuando la panadera está a punto de bajar la persiana. Así se alternan los aromas que se cuelan por mi ventana y que son tan parte de esta casa como la gran fotografía en blanco y negro que tomara en el Central Park de Nueva York cuando se cumplía un año de la caída de las Torres Gemelas o los libros de Isabel Allende y García Márquez asentados por colores. Ensaimadas y jazmines; jazmines y ensaimadas. ¡Vaya oportunidad están desaprovechando los de Shiseido! De no existir ya, yo misma habría inventado la sinestesia. Macondo huele a dulce y a primavera.

La primavera del 2020 me alcanzó en la urbe, del lado de los limitados a macetas. Había que arrimar bien la nariz para llevarte algo del olor de la albahaca. El año en que volvieron las oscuras golondrinas sin más puntos de referencia que las antenas de televisión entre las calles desiertas. No sé si la ausencia de tráfico y obras, no sé si el ansia de vida, pero ¡qué alto cantaban los pájaros! Escuchaba la algarabía de buena mañana y me asomaba al ventanuco de mi habitación en la capital buscándolos, dispuesta -no lo duden- a participar de la conversación. Pero nada. Pasaban de largo una y otra vez como cuando me pierde Google Maps y voy y me dice que me he pasado, y vuelvo y me dice que también. Leí por ahí la falacia de que los hombres no escuchan y las mujeres no entienden los mapas, pero en mi caso es al contrario, que son los mapas los de no entenderme a mí. Igual que las puertas automáticas no me detectan y acabo chocando contra un cristal mis expectativas de entrar o salir.

Me horrorizan las flores de plástico, como las cabezas de animales disecadas. Expuestas con mirada atónita lo que les reste de muerte. Su muerte sobrevivirá a las nuestras. Me horrorizan aún más las flores de plástico en los nichos que son lo mismo que decir que ahí te quedas, no sé cuándo podré volver. Me gustan las señoras armadas de paño y cristasol encaramadas a una escalera. Eso sí que es amor de veras. Me ponen triste las flores siemprevivas, preservadas en una cúpula de cristal de la mano homicida del hombre. No sé si será siempre o casivivir, pero, ¿valdrá la pena, tan solas? Tampoco me gustan las rosas teñidas de azul o de negro. Déjenlas ser rosas, caramba. Todo lo que conozco y es perfecto, lo es por naturaleza. O si acaso está en los libros que huelen a mar y pescado; a amar y pecado; a ensaimada y jazmín. Para cuando leí que si hay un libro que te gustaría leer y no está escrito, deberías sentarte tú a escribirlo yo ya escribía. Así que no lo hice por seguir el consejo, pero quizá lo hubiera hecho. Lo que sucedió es que me sentí menos rara, que me sentí comprendida. Como cuando te reconoces en un libro y gritas ‘¡Eso era!’ como Arquímedes alguna vez gritó ‘¡Eureka!’ al descubrir de lo que era capaz su cuerpo serrano a remojo en una bañera. Hay veces en que un grito -o un gemido, o un llanto- lo explica todo. O casi. Otras en que es más fácil explicar un olor o un personaje que un motivo y yo escribía porque no podía no hacerlo. Exactamente lo mismo por lo que leía.

Me gustan los dormitorios que dan al este, con las ventanas abiertas de par en par y reconocer en el albor que son las 6, que son las 7 pero aún puedo quedarme un poco más si me da la gana. Eso de día. De noche me gustan las tormentas eléctricas. Apago la luz, me recuesto y miro. Puestos a apostar apostaré que el este es el punto cardinal donde nace la primavera. Será porque ahora que lo pienso los pájaros suenan siempre primero en esa ventana. Pero desde este ventanuco orientado al este de ahora, lo único que brotan son las nubes entre las claraboyas de las buhardillas a dos aguas. Y lo más parecido a flores son el cilantro y la albahaca que comparten barandilla con el cubo de fregar. Dirá el calendario que la primavera del 2020 duró 92 días y yo les garantizo que no. No en la ciudad. O duró pero fue otra cosa, que lo que yo llamo primavera va ligado a lo silvestre. Aquí llega como mucho el buen tiempo, el cambiarte de acera buscando sombras, las alergias a las gramíneas o la evidencia de que el lugar más fecundo para los pensamientos no son las cabezas sino las rotondas.

En la Torre de Babel hay toda una planta que habla del lenguaje de las flores. Que no son lo mismo una docena de rosas rojas que una corona de lirios. Otra donde se explica que las plantas crecen más si les hablas. Yo no lo sé. Quizá es solo un buen motivo para sentarte en un banco del parque sin pasar por loco y vaciarte entero de miedos y preguntas. Y es que a veces, sin necesidad de deshojar margaritas, la respuesta está en las flores. Cantaba Sabina que en Macondo comprendió que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver… Pero yo vuelvo.