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Higinio Marín

Nuestra guerra. Nuestra paz

Es conocida la tregua improvisada que en la Navidad de 1914 convinieron espontáneamente las tropas alemanas, francesas e inglesas en pleno frente. Intercambiaron alimentos y bebidas, en algunos lugares cantaron villancicos, jugaron al futbol y en casi todos los lugares acordaron que cada bando pudiera recoger y enterrar a sus muertos.

No hay armisticio sin que los enfrentados puedan enterrar a sus muertos. Por eso, nuestra guerra civil se acabó con una victoria y una derrota, pero sin armisticio. Tal vez no fuera posible ni estuviera al alcance de los que se mataron entre sí, ni tampoco mientras el Estado vigente fue el levantado por los victoriosos. Pero debería haber sido una urgencia atendida nada más asentada nuestra democracia. Habría significado, realmente, el final de la transición.

Como descendiente de familias que fueron presos y lucharon contra el bando republicano, lamento no haber sido consciente de que una buena parte de españoles desconocían el lugar donde estaban sus padres y abuelos, y seguían sin haber podido enterrarlos en paz. Debería haber sido una política de Estado, asumida por izquierdas y derechas, como ceremonia final para la reconciliación, y, sobre todo, para la legitimación de la paz entre los hijos y los nietos de los que se mataron entre sí.

No hay armisticio sin que los combatientes se dejen o se ayuden a enterrar a sus respectivos muertos, y, por eso, nuestra guerra ha seguido moralmente abierta y pendiente de la justa satisfacción a quiénes la perdieron. El respeto debido a los muertos no prescribe, y todo el tiempo del mundo no es suficiente para que los allegados dejen de dolerse de esa forma de muerte insepulta que es el entierro en zanjas y cunetas olvidadas.

Hay trincheras mientras los muertos de unos u otros están sin recoger. Esa franja de tierra torturada por la artillería y convertida en un espantoso pudridero que durante la Gran Guerra se llamó «tierra de nadie», del latín terra nullius, y que en la literalidad de su variante inglesa resulta más precisa: no man’s land. No es tierra de hombres, tierra humanizada, la que no acoge a los muertos dándoles sepultura. Y, en el fondo, otro tanto cabe decir de los lugares institucionales o de los regímenes políticos.

Se entiende que los descendientes y afectos de los muertos del bando republicano exijan su localización, exhumación y entrega de los restos. Merecen esa reparación y es un deber de todos atenderla con los medios necesarios. No haber conseguido que fuera un empeño de todos es, sin duda, una torpeza de los que la sacaron adelante y de los que se abstuvieron u opusieron. Ni unos ni otros estuvieron a la altura, lo que, por cierto, ya es una triste constante entre nuestros políticos.

Ciertamente, se trata de recuerdos dolorosos, que una cierta prudencia puede aconsejar no reavivar. Pero es más lúcida la prudencia que inclina a afrontar esa dificultad, y asumir unos riesgos que no pueden justificar la inacción y el olvido. Y por eso se debería haber porfiado para que, a cualquier precio, no se hiciera a instancias de una parte y sin el concurso o con la oposición de la otra. Ha sido, me parece a mí, uno de los mayores errores políticos y mezquindades morales de nuestra reciente historia.

Los deberes de afecto con los muertos no prescriben. Tampoco los míos ni los de todos los descendientes de aquellos que lucharon, padecieron y ganaron aquella penosa guerra. Y es ahora, ochenta años después, cuando el propio Estado democrático que nos hemos dado entre todos pretende imponer como verdad algo que, en primer lugar, resulta ofensivo para todos ellos, a saber, que eran fascistas y lucharon por el fascismo, y, en segundo lugar, que lucharon contra partidos democráticos con ideales e ideologías democráticas que se batieron en defensa de una democracia pluralista y liberal. No es verdad.

Desde luego que hubo fascistas en el llamado bando nacional, lo que no implica que todos ellos fueran criminales, sino que tenían como aspiración un Estado autoritario con intensas preocupaciones sociales e ideales y ensoñaciones paramilitares poco o nada respetuosas con las libertades. Pensaban eso como muchedumbres en toda Europa y en aquel tiempo. No más autoritarios, ni más belicosos que las otras multitudes comunistas, revolucionarias y deseosas de un estado dictatorial y proletario sin ningún respeto por las libertades civiles ni políticas. Con ideales totalitarios unos y otros, no solo justificaban la violencia, sino que ambos la consideraban imprescindible. Apoyados unos por Hitler y Mussolini, y los otros por Stalin, que asesinó y masacró él solo más que aquellos dos monstruos juntos.

Ni a unos ni a otros los veían con buenos ojos y confianza los líderes de las democracias europeas, que intuían que el ardor de la guerra terminaría dando el predominio a los más exaltados y pendencieros de entre los dos bandos, ninguno de los cuales iba a reponer una democracia con respeto a la pluralidad y las libertades. De hecho, un bando y otro fue postergando a cuantos procuraban moderación y compasión, como ocurre en casi todas las guerras.

El Estado surgido del bando vencedor tomó venganzas, cometió abusos e incrementó su cuenta de crueldades, en efecto. Como podemos suponer que lo habría hecho el bando de los vencidos si hubiera sido otra su suerte, como sabemos que hicieron sus camaradas en todo el mundo, y como, por desgracia, suelen hacer el común los hombres después de enfrentamientos tan atroces.

Idealizar al bando derrotado apelando a su defensa de los valores democráticos y humanitarios para demonizar al vencedor por su totalitarismo criminal no es ecuánime, no se atiene a la verdad de aquellos años y, además, no puede dar lugar a la concordia reconciliadora que justifique y consolide una convivencia cívica y política en paz.

Incluso si no se compartiera este punto de vista -y el de, tal vez, la mitad de los españoles- sobre la cuestión, su arrollamiento mediante la imposición del punto de vista contrario no hace más que socavar moralmente nuestra paz y mantener políticamente abiertas las trincheras, convirtiendo nuestras discusiones públicas en un pudridero de rencores: no man’s land. Si la guerra puede ser la continuación de la política por otros medios, como sugirió Clausewitz, no es menos cierto que hay políticas que son la continuación de la guerra por otros medios. A veces parece que en esas estamos.

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