Nunca he sido mitómano, ni he tenido la tentación de meterme a groupie. Una vez tropecé, casi literalmente, con Johan Cruyff y no le pedí un autógrafo. Solamente he hecho una cola, de siete u ocho personas, ante una ‘celebridad’ para expresarle mis respetos y recabar su rúbrica. Se llama Eusebio Sacristán, y, para quien no esté muy puesto en cuestiones futboleras, formaba parte de aquel ‘dream team’ que hizo historia en el Barça con figuras como Laudrup, Romario, Guardiola, Koeman o Stoichkov. En un equipo plagado de estrellas, Eusebio pasaba casi inadvertido; era la discreción en calzón corto. Mi ídolo. Un proletario del balón que cumplía en cualquier posición del campo. Un tipo sencillo hijo de un agricultor de La Seca (Valladolid) que, ya retirado, puso en marcha una fundación para promover a través del deporte la inclusión de personas, especialmente niños, en situación de vulnerabilidad social.

Sin tener que hacer cola, en otra ocasión pedí una firma con dedicatoria al gran Joan Monleón, justo antes de entrevistarle. Estampó su rúbrica en un delantal de ‘La paella rusa’ para que mi madre pudiera presumir convenientemente en el vecindario en tiempos en los que el rey de la única y auténtica ruleta catódica, la de la ‘cuixa’ y el ‘garrofó’, hipnotizaba cada tarde a comarcas enteras.

Confieso que hace unos días estuve a medio telediario de pedirle un autógrafo a un vecino con el que comparto desde hace varios años conversaciones mientras nuestros respectivos perros socializan. Esto es, se huelen el culo. Que es su forma de husmear en su DNI, conocerse y reconocerse. Los perros son bastante más cívicos que las personas. Por eso jamás estarían meses o años viéndose sin ponerse nombre, sin atreverse a preguntar cómo te llamas. En realidad, son ellos la raza superior, son ellos quienes nos sacan a pasear a nosotros.

Mi vecino se llama Paco. Y padece desde hace unos años un cuadro sintomático que dibuja una enfermedad social que podría etiquetarse, con permiso del Colegio de Psicólogos, como el síndrome del hombre invisible. La etiología de esta dolencia apunta a circunstancias varias: Paco tiene 54 años y es un parado de larga duración desde que los estertores de la crisis que arrancó en 2008 lo expulsaron del mercado laboral. Envía currículos a cualquier sitio y para cualquier trabajo. «Es como echar primitivas, es muy poco probable que te toque», me confesaba el otro día. Pero él sigue jugando cada semana, cada día, más por sentido del deber que por fe.

Le acaban de retirar el derecho al bonobús de la EMT y le han denegado el Ingreso Mínimo Vital. Por culpa de la parte contratante de la primera parte (plazos de inscripción y burocracias varias, cuenta) y porque vive con su octogenaria madre en el piso de esta en el barrio del Grau, en València. En definitiva, que está hecho un burgués. Paco es, administrativamente, un parásito adosado a su madre a la que le exprime su pensión comprando huevos y pan de goma en el Mercadona. «Cuando mi madre muera, no sé qué voy a hacer», expresaba con cierto complejo de culpa, como pidiendo perdón por pensar en términos de interés y no ceñirse estrictamente al guion del amor filial.

La pensión materna no da para mantener un coche. Otra cojera añadida que complica la búsqueda de empleo. Pero él no se rinde. Está inscrito en todas las rifas de Jobs que se celebran ‘on line’, vía web o en app. A estas alturas, se conformaría con un empleo de tres meses o tres semanas. En uno de sus últimos trabajos «entré y salí nueve veces», explica, gracias a la extraordinaria flexibilidad del mercado laboral. La ciberbúsqueda de empleo, dice, dificulta su misión. «Antes te presentabas, hablabas y alguien te llamaba porque habías causado buena impresión, ahora eres una foto borrosa en un documento que nadie mira cuando se percata de la edad». Paco es socialmente eso, una foto borrosa, un hombre al que la sociedad ha arrojado al contenedor del olvido.

Mi vecino es víctima de una estafa social y de una violencia con dos agravantes: es psicológica y tiene la complicidad y connivencia del Estado. Se le exige que asuma de una vez su condición: es un fracasado de libro, un perdedor, un tipo nada competitivo. La violencia sin ruido ni moratones es como la enfermedad sin sangre ni vendas: duele igual o más porque cala hasta el alma. Pese a todo, él tiene la osadía de perseverar. Y encima no pierde la compostura cívica. Es un tipo razonable y sensato. Es un votante de izquierdas, crítico y muy reivindicativo al que no perturban las mociones de censura, ni las compraventas de carné, ni los golpes de mano de tahúres del póker político. Jamás le escuché un exabrupto contra inmigrantes que nos roban el trabajo y el ibuprofeno de la Seguridad Social. Nunca le he visto jalear populismos abanderados por patriotas de pulserita.

Algunos, en su lugar, encontrarían, encontraríamos, motivos para incendiar cada noche media docena de contenedores verdes, amarillos y azules para expiar toda la basura política y social que no cabe en los de color marrón. Otros celebrarían el amanecer reventando un par de cajeros automáticos. Probablemente sería violencia en legítima defensa. Aunque saliese un coro de moderados de sillón calefactable a pontificar contra los Pacos alborotadores.

Pero lejos de montar una barricada, Paco sigue militando en la ejemplaridad del buen vecino. Recoge cada día las cacas de su perra. Podría envolverlas, y con holgura, en la página del artículo 35 de la Constitución, punto en el que esta carta del 78 a los Reyes Magos garantiza el derecho al trabajo. Pero no; él también utiliza bolsitas de colores.

Paco es un náufrago del siglo XXI, un ciudadano de rostro amable orillado por un sistema capitalista inhumano. Y la magnitud de su tragedia es solo comparable a la dignidad con la que la afronta. Por eso es admirable. Por eso le pediría un autógrafo. Porque Paco es un ‘puto héroe’. Ya ven, yo no tengo tanto autocontrol.