La primera tremenda experiencia que hizo saltar los fusibles de mi conciencia de ciudadano, vivida en carne propia en la madura juventud, fue el intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981 del cual se acaban de cumplir 40 años. Cabría pensar que con aquel dramático acontecimiento habíamos cubierto el cupo de emociones intensas, aquella era la prueba más dura que podíamos soportar y que por tanto no volveríamos a sufrir una situación tan desequilibrante y compleja. Sin embargo no hay inmunización contra las desventuras, lamentablemente, no existe vacuna segura frente a ellas, casi nunca aprendemos, seguimos al albur del azar, sin encauzarlo con remedios eficaces. Vana ilusión que la evocación del título de este artículo, la ley de Murphy, deje de hacerse realidad una y otra vez.

Un rosario de acontecimientos desgraciados que a todos nos afectan de forma violenta se ha ido desgranando de manera periódica e insoslayable: La masacre humana en los atentados de los trenes en Madrid, el accidente del metro en nuestra ciudad, la movida independendista catalana, la conducta censurable de nuestro rey emérito, la corrupción de algunas de las más altas autoridades del gobierno, presidentes, ministros, altos cargos del partido conservador, la irrupción del coronavirus, y añada el lector los que considere merecedores de engrosar la lista. Más inmediatos a este presente tiempo excepcional y difícil que atravesamos, nos acechan la irrupción de los partidos populistas, de los irredentos independistas y el transfuguismo político.

Si hasta aquí hemos enunciado las causas, entre los efectos de las mismas podemos considerar la radicalización de una parte de la ciudadanía , el hartazgo de otra, el fraccionamiento de la sociedad, la desconfianza en los gobernantes y su descrédito, el riesgo de una deriva hacia la inestabilidad política, la desafección electoral, las excesivas y a veces eludibles citas con las urnas, con una participación más reducida en cada convocatoria electoral, los brotes de salvajismo en alguna manifestación o a posteriori de la misma.

Sostiene Géraldine Schwarz, prestigiosa jurista alemana, que en nuestros días las democracias no son ya derrocadas como antaño por los golpes de estado, sino por los partidos y los dirigentes políticos que explotan sus principios de libertad y tolerancia para sabotearlas desde el interior. Esto es lo que pudo haber ocurrido con la democracia americana al mando del populista Trump y lo que ha convertido a países como Hungría o Venezuela en autocracias. Debería servirnos de aviso, el peligro acecha incluso a países tan insospechados hasta no hace más de un par de décadas como la Francia de los derechos del hombre y del ciudadano; la sombra del populismo, de uno u otro signo, se alarga peligrosamente.

Si queremos aprender alguna lección nos basta con elevar un poco la vista hacia nuestros vecinos del norte. A la extrema derecha se le niega el agua y el pan, es el partido más votado, pero frente a ellos se adopta el sistema electoral que los tiene más controlados. En las elecciones presidenciales de 2002 se produjo por primera vez en el país del exágono la gran sorpresa, terremoto más bien, de que El Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen, había superado la primera vuelta y se iba a enfrentar en la segunda al representante de la derecha democrática Jacques Chirac, apartando al hasta entonces favorito, el socialista Lionel Jospin. Para descartar el peligro, todos los partidos democráticos, sin excepción, compusieron el “frente republicano” al efecto de apoyar y otorgar sus votos a Chirac en la segunda vuelta (“ballottage”) , que de esa forma recogió el 82,2%. En 2017 se repitió la situación, los contrincantes fueron Marine Le Pen (hija de Jean-Marie) y Enmanuel Macron; en esta ocasión la solidez del “frente republicano” no fue tan firme, ni la derecha ni la izquierda extrema llamaron a votar al demócrata; como resultado lógico Macron ya solo obtuvo el 66,1% de las papeletas. A un año vista de la próxima convocatoria de las elecciones presidenciales se da ya por hecho, escrutadas las encuestas y analizada la situación social, que Marine Le Pen volverá a disputar la presidencia, su contrincante presunto será de nuevo Enmanuel Macron, dado que la izquierda y Los Republicanos (partido conservador) a día de hoy caminan dispersos, no tienen candidatos claros, únicos y con tirón electoral, la situación de 2002 planeará sobre el Elíseo. Por añadidura, el riesgo de que el “frente republicano” no funcione en esta ocasión parece elevado, Macron no contará con la simpatía de muchos ciudadanos que en la primera vuelta habrán votado a otros candidatos: conservadores, socialistas, ecologistas, radicales de izquierdas, por lo cual el temor a que la ganadora pudiera ser ella es elevado.

Alemania, cuya historia da escalofrío recordar, parece mejor blindada frente al monstruo que también asoma los dientes, la sociedad ha comprendido el peligro que puede representar el renacimiento del extremismo y lo ha puesto bajo vigilancia de sus servicios de inteligencia. Allí las instituciones, los medios de comunicación, la sociedad en general, levantan una barrera contra el peligro. Los políticos demócratas, por encima de las diputas partidistas hacen frente común a la extrema derecha del partido AfD. La justicia recurre a los instrumentos represivos de que dispone para hacer respetar su Ley Fundamental de 1949 y el Estado de Derecho. Los medios de comunicación informan y alertan a los ciudadanos para identificar las declaraciones antidemocráticas o mentirosas, para saber leer entre líneas. La sociedad germana está menos polarizada que la francesa y menos de lo que algunos pretenden para la española; no se admite que los debates se conviertan en enfrentamientos entre enemigos, ni los términos bruscos, groseros o irrespetuosos son tolerados. A los gobiernos, del nivel que sea, la oposición y los medios informativos los controlan extrictamente, pero no solo hacen crítica sino que reconocen también sus actuaciones positivas cuando corresponde. Tras esta forma de actuar subyace un sentido profundo de responsabilidad democrática que se adquiere a través de una sólida formación política de los ciudadanos a la vez que la memoria histórica los ha dotado de una capacidad de discernimiento frente a las amenazas populistas, del extremo que sean.

¿Y como estamos nosotros? En España, donde nuestra historia del siglo pasado no debía ser menos aleccionadora que en cualquier otro país del entorno, vivimos una guerra civil y una larga dictadura, no hemos adquirido una pátina democrática que nos alerte ante el peligro, el nacimiento de los nuevos partidos no ha traído una mejora de la situación política, no han hecho una aportación positiva, no llevaban consigo un aire efectivo nuevo, como podía esperarse, con ellos la inestabilidad y la crispación se han acentuado. Hicieron algunos una crítica acerba, desmesurada e injusta de todo lo hecho en política hasta ahí. Decía Talleyrand que “todo aquello que es exagerado es también insignificante”; se postularon como redentores pero podrían acabar crucificados, todo iba a cambiar, todo iba a mejorar, la realidad de los resultados se inclina más hacia la decepción y la ruptura de equilibrios. Sus jóvenes líderes, como resaltaban algunos firmantes en esta misma columna, han pecado de arrogantes, prepotentes, autoritarios, faltos de experiencia y con una cierta miopía, envueltos unos en el “odio histórico” impropio de su edad, son un ejemplo destructivo para todos, en especial para los jóvenes, no aprovecharon otros el momento en el que su participación era decisiva y habría podido cambiar el rumbo de este país. Ante la extrema derecha, cuyo objetivo es enterrar la democracia parlamentaria, la otra derecha calificada de demócrata se ha congraciado y ha llegado a firmar pactos donde su apoyo era necesario frente a la izquierda socialdemócrata.

Desde el amanecer de la democracia este país se ha apoyado en dos piernas políticas que con más claros que oscuros nos han transportado hacia un progreso incuestionable, el cambio de paradigma con las nuevas muletas de apoyo no ha permitido los avances prometidos. Mantiene Geraldine Schwarz que más allá de las instituciones, lo que hace la fuerza de la democracia es también el respeto a las normas no escritas, la capacidad de dialogar, argumentar, tolerar, pretender el consenso, admitir que nadie puede ser satisfecho al ciento por ciento. Es necesario buscar la verdad, la honestidad, el respeto de la legitimidad del adversario.

En una reciente conversación periodística con la analista política francesa Choé Morin interrogada sobre el populismo alertaba a los ciudadanos contra la indiferencia, la comodidad, la dejadez y el abandono poco a poco de ciertos derechos. La apatía democrática y la idea de que se puede salir individualmente nos coloca en una pendiente peligrosa.

Un instante antes de sentarme a repasar estas líneas he tenido la fortuna de escuchar una breve entrevista a uno de nuestros políticos en activo, el más veterano canditado en las elecciones madrileñas y he podido adivinar en sus palabras estas cinco cualidades: Inteligencia, modestia, prudencia, responsabilidad y sinceridad. Reflejan la pervivencia de valores que son imprescindibles para una convivencia en paz, libertad y progreso. No todo es oscuridad, hay motivos para la esperanza, habremos de tener la clarividencia de buscar la flor entre las espinas.