La dificultad de formar gobierno en Cataluña está revelando la verdadera situación del problema y la índole de la complejidad del procés. Al mismo tiempo, permite que el Estado haga consciente el reto que tiene abierto. El grado del dualismo institucional que está en trance de crearse en Cataluña será problemático, pero es indicativo de las aspiraciones del sector independentista. En el límite, esa dualidad institucional tendrá que hacerse compatible entre sí, algo que no va a ser fácil. La consecuencia proyectará sobre el Estado español una profunda anomalía.

El Consell per la República es un organismo creado a consecuencia del referéndum del 1 de octubre de 2017. Asume que lo que allí sucedió fue un acto legal y legítimo de independencia, que resultó proclamada en la declaración unilateral del 27 de octubre. El Consell tiene como tarea «hacer plenamente efectivo» lo que allí tuvo lugar. Se autodefine como una «institución republicana» y tiene como finalidad lograr el «reconocimiento de la República catalana». En este sentido, opera como un representante permanente del estado de cosas de 2017, momento considerado esencial e irreversible de la expresión de voluntad política catalana.

Esto le concede al Consell una ‘legitimidad originaria’. Eso determina que su presidencia recaiga de forma esencial en Carles Puigdemont y en los hombres y mujeres del exilio, pues se considera que conquistaron el mérito inmarcesible de ser los responsables de aquel referéndum. El propio comunicado califica al Consell como «espacio estable». Por supuesto, es un eufemismo para decir que ya se ha separado de los procesos electorales de la Generalitat. Esta nueva institucionalidad no puede estar sometida a impugnaciones mediante elecciones de la totalidad de la ciudadanía catalana actual, ya que en el fondo la Generalitat no tiene legitimidad, pues se ha visto transferida al Consell per la República.

ERC aceptó este planteamiento con la creación del Consell sin darse cuenta de dónde se metía y de lo letal que podría ser para sus pretensiones. Al margen de que esté por encima de Junts en votos, ahora sabe que la verdadera hegemonía ya la tiene de oficio Puigdemont como presidente del Consell per la República. Las consecuencias las ve ahora Pere Aragonès. Puigdemont está por encima de cualquier candidato victorioso de las elecciones y todo ese regateo al que asistimos tiene este significado: Aragonès será presidente de la Generalitat cuando y como quiera el presidente del Consell per la República. Este deviene en algo así como un jefe de Estado frente a un subordinado administrativo.

La Generalitat española no es la Generalitat catalana, sino un delegado suyo para impedir que la ocupe el Estado, no para gobernar. Por supuesto, una vez afirmado que las elecciones sólo sirven para organizar un cuerpo administrativo, no para renovar la dirección política, el Consell se ve obligado a ir más allá de esa legitimidad originaria. Lo relevante de este movimiento es que se expresa como «legitimidad trasversal». Lo que se entiende por tal es una pluralidad que solo concierne al pueblo independentista, ahora el único pueblo catalán políticamente reconocible. El Consell es el órgano de comunicación y cooperación de la ANC y Omnium Cultural, que también están interesadas en fijar su presencia con la foto fija de aquellos épicos días de 2017. Por supuesto, tampoco se preocupan de la decepción o desmovilización. La transversalidad del Consell es así la expresión del deseo de eternizar la intensidad de aquellos días y, como veremos, de mantener la dualidad amigo/enemigo.

Que el Consell esté diseñado para que los resultados de futuras elecciones resulten deslegitimados, no quiere decir que los detalles favorables de las nuevas elecciones, como haber alcanzado el 52 % de los votos independentistas, no sean incorporados a la legitimidad del Consell. Da igual que haya representado la pérdida de cientos de miles de votos. Esta cifra tapona el argumento que recordaba que en la legislatura de 2017 no había mayoría absoluta en el voto de las posiciones independentistas.

No acaba aquí la esencialización de lo ocurrido en 2017. Los parlamentarios independentistas de la legislatura gloriosa han establecido, como verdadero poder constituyente, el reglamento para elegir la Asamblea de representantes, quienes a su vez elegirán al presidente del Consell, que es el que nombrará a los miembros de un Govern paralelo. Eso debería realizarse en junio. Ignoro qué pasará cuando la dualidad institucional llegue a producir dos gobiernos catalanes, sobre el terreno y en el exilio. Cada uno contará con su base electoral. La independentista alcanzará a aquellos que se inscriban en el Registro Ciudadano. La base ciudadana reconocida por el Estado no podrá hacer nada sobre el Govern en el exilio, pero este la dominará sin poder intervenir en sus decisiones. Se generarán dualidades entre los ayuntamientos y los consejos locales, que serán los encargados de impulsar el censo. De este modo, el pueblo independentista se autoconstituye, se construye autorreferencialmente, dejando a los que no pertenecen a ese pueblo al margen de todo derecho político. Así se asegura una dominación sobre una población subalterna.

El último comunicado del Consell es perfectamente consciente de que así impulsa una soberanización del pueblo republicano catalán. En la medida en que se anima para ganar «la confrontación inevitable con el Estado español», no tiene ningún interés en conservar la institucionalización que depende de la Constitución española, incluida la Generalitat. En este caso, todo lo que sucede en el Parlament es un simulacro, no merece respeto democrático y los que ahí actúan no hacen sino fingir. El Parlament solo sirve como escenario para preparar el desbordamiento democrático. Los derechos de los no independentistas no cuentan, porque no son parte del pueblo de Cataluña, sino de España.

El Consell ve posible alterar las condiciones de su propia gobernanza, pero deben ser sometidas a refrendo al margen de la correlación de fuerzas derivadas de estas últimas elecciones, en exclusivo cumplimiento de los propios ordenamientos y representantes. Puigdemont, como jefe del Estado, no intervendrá en esos debates. En suma, lo que estamos viendo es un ajuste esquizofrénico de dualidades en el que la victoria de Aragonès, y menos la de Illa, no tiene valor, eficacia, ni soporte democrático. Lo más terrible es que esta neutralización de la legalidad es la consecuencia de una política de Estado que sólo se centra en la afirmación de la legalidad. Al final, los enemigos acaban reflejándose en el espejo y mostrando las mismas carencias democráticas.